Capítulo octavo
Tiresias
Los nobles y validos
tenían las bocas atragantadas de consejos. Pero acatarlos, arremangarse los ímpetus y poner almas a la obra, era funesto y desastroso. El derrumbe de las mansiones ¿cómo podía ser detenido con brochazos de pintura? El incendio de las urnas funerarias ¿cómo se iba a apagar con los húmedos pañuelos de las plañideras? La rotura de las vestes ¿cómo iba a remendarse con hilos de conversación deshilvanados? Por caro que fuera, y cobraba más que nadie, había que buscar a Tiresias, el príncipe de los adivinos. Tiresias decía: “en mi pasado, cómo me estorbaban los ojos para ver. Veía, en mi recámara, mi lecho, mis pantuflas, mi mesa de noche; en mi jardín, las mariposas, los nardos y las lagartijas. En el cielo, millones y millones de estrellas, pero mis ojos, lanzando ráfagas de miradas, no lograban un ápice, un centímetro triste, una uñita de niño, salirse del presente y correr por las galerías del futuro. Ay, mi visión en el espacio fue mi ceguera en el tiempo”. “En un amanecer vi a Palas Atenea bañándose en el río; ella, que pecaba de virtuosa, sintió en todo su cuerpo los apasionados ósculos de mis pupilas. Colérica, me veló los mirares con un ademán punitivo y de golpe me dejó sin mundo, despojado de trayectos, sin ver, con la astronómica niña de mis ojos, la sucesión de días y de noches, y mendigando por las calles migajas de luz, por el amor de Dios. Al verme así, y sentir que la lástima empezaba a apretarle el cuello, para atenuar sus rigores me regaló la gracia de entrever lo porvenir. Y el viejo mirar que se enseñoreaba en el espacio, hoy navega en un piélago tumultuoso de inéditos instantes. Y ahora, al abrir los párpados de la adivinación dentro de mis cerrados ojos, miro lo que el pretérito esconde en sus entrañas y engulle el ave carroñera del olvido, y logro vislumbrar lo que atesoran los almanaques en sus vísceras o aquello que el reloj, grávido, parirá dentro de días, meses, lustros. Por eso puedo ver que...". Edipo lo mandó llamar. Tiresias vino resistiéndose, con los pies de plomo del desgano y la prisa congelada por las dudas; pero, leyendo en la atmósfera la batalla que entablaban los diversos augurios, y consciente de la urgencia de abatir desgracias y expatriar basura, acudió al fin, sin hacerse rogar, con la rapidez de una joven y entusiasta polvareda, al sitio en que los movimientos de su boca eran ansiosamente requeridos. El afán de Edipo de conocer las causas de la crisis del reino, del origen de la turbamulta de demonios que se habían infiltrado en las casas del pueblo por las rendijas. El deseo del rey de estar al tanto de por qué los árboles de la región generaban tan sólo frutos podridos o a qué atribuir que los manantiales ahogaran a los sedientos al primer sorbo, empujaron a Tiresias hacerse presente y a negociar consigo mismo si soltaba o no la lengua. Mas a pesar de las súplicas de Edipo de que dijese del pasado y el futuro, él se resistía a decir una frase, un suspirar de letras, mordiéndose el aliento, dando a luz hemorragias en los trozos de verdad escupidos. Al fin lo dijo todo: develó que el hombre que estaba frente a él, mandatario de Tebas, hijo de Yocasta y producto de viejos amores, cohabitó con ella, la cual dio a luz tras de ignotos placeres, hijos que son hermanos y no se sabe cuántas más formas disparatadas de parentela. Y por qué, siendo el sucesor de Layo, fue él, él solo, y no un grupo de malhechores, el que privó de vida al hombre de la carreta. Edipo y su madre esposa, viviendo su desgracia -ahora sí, sin dudas ni fingires-, lucharon cada uno cuerpo a cuerpo con su culpa para limpiarla definitivamente: él arrancándose los ojos y borrar el afuera, los alrededores, el implacable mundo que fue testigo de sus pecados, y ella -aunque no lo pudiese realizar esta vez por insondables escrúpulos- decidida a convertir lo más pronto posible a su consorte en viudo y mismamente en huérfano. Aunque Yocasta congeló los ademanes homicidas de su mano, no desistió de su propósito. No mató a su suicidio. Lo pospuso. El cáncer de la idea de la muerte se adueñó de sus entrañas y empezó a crecer, a añadirle más tiempo a sus angustias, pero como no era el momento del instante verdugo, se puso a esperar la decisión de su libre albedrío de deshojar su ropa y hacer de su pecho la funda de un puñal de oscuras alas, o a ingerir, con la asfixia, el trago más amargo de toda su existencia. *** Se dice que tanto Yocasta como su hijo y marido eran víctimas de una “culpabilidad inocente” como si este contrasentido pudiera ser el traje a la medida de sus almas. ¿Culpabilidad, pero inocente? ¿Inocencia, pero culpable? ¿Las peras de la culpabilidad pueden ser mondadas al olmo de la inocencia? ¿Es dable cambiar inocencia por culpa como gato por liebre? El culpable puede entregarse al infierno en llamas de la contrición -la moral no se anda con medias tintas o con el oportunismo de las vacilaciones- y arrancarse los ojos para dejar a la luz sin un solo parlamento, pero ¿y la inocencia? La inocencia que se autocastiga ¿es la conducta que puede asumirse en la holgada camisa de fuerza del manicomio? Eso me hace sospechar, y más que sospechar subir al estrado de la evidencia para argüir que si Edipo y Yocasta se autocastigan es que se saben, se presienten culpables y asumen el incesto a sabiendas, a placer entrañable, a orgásmico desvanecimiento de pronombres. |
"Palas Atenea bañándose en el río"
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"la gracia de entrever lo porvenir"
"la turbamulta de demonios"
"borrar el afuera"
"un puñal de oscuras alas"
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