Capítulo noveno
El trono
Mucho después, ya desaparecidos
los reyes de Tebas, Creonte, descendiente del noble Meneceo, como Yocasta, y esposo de Eurídice, quedó, si no dueño del poder, sí echándole miradas codiciosas de reojo, y con las manos raídas por el duro manejo de las riendas de la gobernanza, como serpientes en el momento de mudar de piel. Pero era como Selene cuando, en el eclipse lunar, se convierte en el interino sol que arroja luminarias a la Tierra tan ambiciosas como enflaquecidas, y es que los herederos legítimos, Polinices y Eteocles, pese a las desdichas -que también figuraban en el testamento- no se iban a quedar cruzados de brazos al meditar en la forma en que se reproducen las musarañas. Eteocles , tarde y noche, se secreteaba con la astucia, tenía amores apasionados con la falta de escrúpulos. y, cual se hallase en el juego de las sillas, pero con una sola –como un paraíso por un momento deshabitado- se sentó con más presteza que Polinices en el reñido trono. Excluido de la primogenitura, se rapó la cabeza, reemplazando el cabello con una peluca de ensortijadas ideas fijas, no sólo porque en ella no hubiese un pelo de tonto, sino que la corona se amoldara suavemente a su cabeza. Con la complicidad de Creonte, y la venia del cielo, desactivó las leyes, deslenguó las costumbres, se encaramó a sus más altas pretensiones, se hizo del trono, y, queriendo convertir a Polinices en uno más de sus súbditos, lo volvió su feroz enemigo. |
"por el duro manejo de las riendas de la gobernanza"
"se convierte en el interino sol que arroja luminarias a la Tierra"
"meditar en la forma en que se reproducen las musarañas"
"el reñido trono"
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