Capítulo séptimo
Calma y tempestad
Después de las nupcias de Edipo y de
Yocasta, Tebas vivió una relativa tranquilidad, como el río que, cabalgado por la prisa, arriba de pronto al bienquisto remanso cuando el jinete, luciendo distinto estado de ánimo, le jala las riendas al impulso. Entre las muchas “estadísticas” hechas entonces (o “pesquisas numéricas”, que se decía), se distingue la de que, al primer lustro de gobierno, comparado con el primer semestre, la alegría per capita en la ciudad de Tebas creció en un 25.3 por ciento. Hubo incendios, sí, pero en el horizonte y al declinar el día, mas invariablemente fueron apagados por negros ventarrones nocturnales. Los áspides perdieron su ponzoña en feroces batallas con un fajo de agujetas caídas del cajón de un zapatero. Una epidemia de senilidad abarcó a todas las alimañas del poblado que se dieron a olvidarlo todo incluyendo la mordedura y el piquete. Fueron tiempos de dicha: alucinado por esa atmósfera embriagante el pueblo, y más que nadie los niños, abrieron las puertecillas de las jaulas que tenían en sus viviendas y lanzaron jeroglíficos como papalotes al firmamento. Mas cierto día ominoso, hubo un cambio de situación urdido en las entrañas del enigma: Tebas, de la noche al primer gallo madrugador, se convirtió en un pequeño reino fallido, descompuesto, condenado a usar las muletas de un equilibrio artificioso para andar. A partir de entonces, las cosas fueron de mal en peor, y de peor en “no te imaginas que”: un mirar feo podía atraer una cuchillada. Una risa fuera de lugar, la pérdida del dedo meñique. Los temblores, con epicentro en las Parcas, hirientes cuarteaduras con alaridos de derrumbe en el ánimo de aquestos griegos dejados de la mano del dios supremo. No pasaba una noche sin que apareciera alguna de las musas ahorcada en las ramas de un árbol. Hubo una sequía de leche materna y las mujeres empezaron a amamantar a sus criaturas con un veneno blancuzco y maloliente. La corrupción, comprando hasta el don de ubicuidad, tuvo pretensiones de ser coronada, usar el cetro como zigzagueante base de un látigo y tener en un mullido trono el feliz encajonamiento de sus nalgas. Edipo, con una plaga de preguntas en las sienes, pasó de la inquietud a la desesperación, de mesarse la cabellera a tronarse los dedos. Hasta que llegó la noche en que más que parpadear los ojos parpadeaba el insomnio. |
"lanzaron jeroglíficos como papalotes al firmamento"
"No pasaba una noche sin que apareciera alguna de las musas ahorcada en las ramas de un árbol"
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