Los primeros hombres
Irene, la diosa de la paz,
la fabricante de las banderas blancas, las mesas de negociación, el “rompan filas para siempre” de los ejércitos, decidió inmiscuirse en el cerebro de Cadmo -quien, permaneciendo neutral en la contienda de los guerreros, había inaugurado los ademanes blancos de la tregua, y también en el de cinco cadmeos, cinco, que clamaban, con “el quíntuple balar de sus sentidos”, por una paz divorciada del tiempo. Todos supieron oír. Era una tribu que nacía a sus primeros pasos y a las respiraciones de lo nuevo. Irene, enviada por Palas Atenea, mostró a estos seres dendriformes los pasadizos secretos a la concordia, el pacto de sangre con la buenaventura que le da la espalda a toda cobardía, o, al menos, con la serenidad que nos enseña que el ámbito extendido entre el nacimiento y la muerte naturales, debe ser un número cuantioso pero preciso de respiraciones. Así nació el contrato social entre estos entes; convivencia no sin lucha de puños, miradas de odio, intereses particulares tapizando las distintas trincheras, ponzoña al menudeo y conflictos de alta tensión, pero al fin convivencia, relativa, andrajosa, pero soportable, con momentos de luz lunisolar y tormentosas precipitaciones de negrura. Y Tebas, con Cadmo y su esposa Ermione como guías, fue la calzada real por donde la historia de este pueblo emprendió sus primeros ires y venires. Pero (y en este pero aúlla la maldición que fue transmigrando en diversas criaturas de esta historia), la cicuta en flor de la venganza que cultivase Hera en el tiesto de su cálculo futuro, estaba lejos, ay, de marchitarse. |
Irene "la fabricante de las banderas blancas,"
"no sin lucha de puños"
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