Andanzas del primer burlador
Europa tenía costumbre de recorrer
con sus compañeras la costa de Tiro. Le gustaba contar las olas que venían a la playa, para poder hablarles a sus hijos del infinito, del perpetuo fluir de lo instantáneo y del tronar de dedos de la muerte, o tan sólo para deleitarse con el cuento de nunca acabar que Poseidón narrábale a la arena adormecida. El ganado de Agenor, padre de Europa, también era conducido con frecuencia a retozar en estos sitios, disfrutar de pastura fresca y retacarse los ojos de nubes y de espuma para que las vacas dieran una leche cremosa, caliente, en el perfecto estado de lo que está en su punto. Un día Europa, jovial, recatada, paseando a su hermosura entre cangrejos, conchas y monstruos marinos ocultos detrás de las palmeras, fue divisada Zeus y sintió de golpe que Afrodita habíale secuestrado el corazón pidiéndole uno o a lo mejor el par de cuernos de la abundancia por rescate. Se quedó meditando: “dos cuernos de la abundancia por hacer que mi corazón torne a su sitio”, y al cavilar en ello, y mirar cómo Europa se complacía jugando con vacas y terneros, tomó la decisión de convertirse en toro y sumarse, como quien no quiere la cosa, al ganado que, salpicado de mar, merodeaba en esos rumbos. Era un bello toro, blanquísimo (con una blancura de dientes de niño negro), fuerte, ágil, dueño de esa piel sedosa que imanta caricias y es como la almohada, poema de Morfeo, que atrae las sienes anhelantes de olvido. Tenía también un bramar que se oía como cuerno de caza delicado y quejumbroso y hacía que los mortales y los inmortales se sentaran en su redor a escuchar su concierto de mugidos con horizonte en luces obligato. La joven Europa, toda avidez por el cornúpeta, le dio a saborear flores y adornó de guirnaldas su testuz y su cuello: era un toro galante, ornamentado con traje de luces, un regocijo carnavalesco, un lomerío de lustrosa epidermis hecho para las yemas de los dedos, brochazos de tacto, abrazos en la cerviz y besos delicuescentes por doquier. El toro dobló las patas traseras, dulcificó en un pianísimo bramar sus malas intenciones, campaneó sus criadillas e invitó a la joven, con ese movimiento de engañosa dulzura, a subir a su lomo. Ella, arrebatada, abrió los muslos y encaramándose al animal, añadió a la cordillera del espinazo taurino su pequeño, pero húmedo y ardiente, montículo de Venus. La bestia, con tan soberbia carga, se aproximó al mar, olfateó las espumas en salmuera, le guiñó un ojo a Poseidón y se echó a nadar vertiginosa, intempestivamente y sin tornar los ojos hacia el hueco que Europa había dejado, diluyéndose poco a poco, en la arena. Nave de carga de cuatro remos, volvió las pupilas hacia arriba, se guió por la constelación de su pertenencia, navegó durante largo rato a la deriva, o a la mala de Dios, pero finalmente vinieron en su ayuda las luces giratorias, los dedos amorosos de la bienvenida, el pastor coruscante que, desde su torre, busca en la oscuridad a sus ovejas. El toro y su conquista lograron entonces arribar a la isla de Creta. Zeus podía por fin cantar victoria, teniendo en el deseo la mejor y más gloriosa partitura de su brama. Europa, mientras tanto, había abierto los ojos y su entusiasmo por la bestia se había vuelto agua de mar entre sus dedos. Podría afirmarse que, desmontada de su sueño flotante, había vuelto en sí. Y se decía desesperada: “Ah si pudiera deshacerme de esta bestia execrable”. Deseaba golpear al animal, destruir sus cuernos y que sólo quedara de ella, cabalgando en la espalda del astado, su desprecio. Eso deseaba. Pero Zeus, hojeando los estados de ánimo de la moza, y siendo un viejo lobo de mar de las inextricables vivencias femeniles, volvió a las andadas. Y es que, quien respiró una vez la atmósfera del paraíso, no está dispuesto a dar marcha atrás, aunque la súplica se desgañite. Se transmudó entonces en águila para reconquistar a la moza que se le había introducido0 como plomo ardiente en el tuétano de sus huesos, desde diferente óptica: desde la del águila, el pájaro estratega que no columbra lo lejano, sino que lo vive en sus pupilas y que aventaja al toro por sus enormes alas, capaces de medir la atmósfera, aprisionar a una virgen, y ponerse así, con la mujer, a conversar del cielo. De este modo, pudo Zeus -para escándalo de su consorte- poseer al fin a Europa. Burlarla y poseerla. Reemplazar en sus manos los rayos y su futuro estruendo por una parvada de suspiros que picoteen los embelesadas orejas de Europa. Y hacer, al enlazar los cuerpos, que ella sintiera en su intimidad aletear un orgasmo que emerge del águila hembra nacida en sus entrañas. Europa no se quejó ya entonces. Afrodita se aproxima a su oído y la calma diciéndole: “No debes ignorar que desde ahora tienes por amante a Zeus”. Y comienza a relatarle: el toro primero y el águila después, que habían bramado y aleteando junto a ella escudriñando el deseo femenino, no eran sino metamorfosis del dios, estrategias para paladear las prohibiciones. Afrodita le anunció además que todo el territorio que se ubica frente a Creta, al este y al oeste, llevaría su nombre. Eso la consoló definitivamente. *** Pero, ante los problemas iniciales de los cadmeos, Palas Atenea no podía seguir cruzada de brazos amamantando la indiferencia y haciendo cabriolas con las musarañas. Simplemente no podía. La diosa había tomado partido y, a la par de los iniciales y torpes pasos de los beocios, de sus pechos fluían, blancamente, bendiciones, consejos, rumbos. |
"se echó a nadar vertiginosa, intempestivamente"
El rapto de Europa, de Rembrant "llevaría su nombre"
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