Las primeras mujeres
La ausencia de mujeres,
el mal endémico de la soltería, tuvo entre los tebanos rápida solución: después de sembrar los colmillos de la bestia, Cadmo había guardado en una caja (verdadero cofre de sorpresas) los dientes del dragón. El baúl de tesoros no era de piedras preciosas donde la Riqueza hace que las manos de la Envidia se retuerzan de dolor, enfermas de vacío, más bien de perladas simientes, encinta de mañana. Cadmo fue por el cofre, que escondía en el último rincón de lo secreto, y Harmonía, su mujer, de origen ateniense, tuvo la feliz idea de que ella, su esposo y algunos más sembraran también los dientes en el fértil terreno de su tribu. Tras el tiempo consagrado para la gestación, vieron surgir la pléyade de mujeres re-queridas, no engalanadas de guerreras y con cascos de plumas, no con zarpazos en lugar de ademanes, no con la superficie del cerebro vuelta sinuoso campo de matanza. Nacieron con opíparos pechos que más tarde vendrían a calmar la blanca sed de los recién nacidos, surgieron con brazos y con vientres y con cuerpos para dar existencia, para brindar tebanitos del tamaño de la ternura. |
"no con la superficie del cerebro"
"tebanitos del tamaño de la ternura"
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