Los colmillos del dragón
Poco después, Cadmo
decidió, ay, hacer un sacrificio con la bendita res -que pasaría a la historia por su glorioso olfato de orientación. Varios de sus asistentes, a una de sus órdenes, fueron por agua -indispensable en la búsqueda del perfecto sazón de la ambrosía- para una oblación que era en honor de la diosa con la que, por una afortunada química oxigenante de sus afectos mutuos, cultivaba un trato maravilloso, en esos días antiquísimos cuando dábanse entre lo celestial y lo terrestre un toma y daca de favores: unos, resultado de la inmolación, que eran como una niebla -o nubarrones de pájaros aullantes que ascienden arrojando el lastre de la tierra retenida por las plumas de sus alas- y otros que descendían como lluvia -o llovizna de aerolitos envueltos para regalo. A veces las demandas de los hombres, partiendo del consabido lugar de lanzamiento: la plegaria, tomaban forma de fuegos artificiales que, horadando los arcanos azules, profanaban la santidad aérea; mas las deidades, ni tardas ni perezosas, al sentir allegarse el pedigüeño clamor humano, provocaban el inmediato derrumbe del firmamento con su reguero de estrellas arrepentidas. Pese a todo, la gula de los inmortales -diré en un paréntesis cuyo contenido le pisa los talones a la irreverencia- dedicados a matar el tiempo dándole gusto a los delirios del estómago, es tan proverbial como la de los humanos que buscan sin cesar ubicarse a tan sólo una cáscara de esa felicidad, jugosa y dulce, que esconden, recelosas, las manzanas, las peras y el blindado charquito de agua fresca de los cocos. Cadmo no olvidaba que, así como a Poseidón le complacían sobremanera los pulpos en su tinta, a Atenea la hacían feliz las ubres en su leche. ***
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"a Poseidón le complacían sobremanera los pulpos en su tinta"
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Adentro de la cueva, además
de la sed, transparente y huidiza, el manantial manaba y manaba la canción infantil con que la madre tierra adormecía a su dragón custodio. El engendro, hijo de titanes, contaba con triple hilera de dientes, aliento de cloroformo, colmillos que, por su amenazante forma acicular, se dirían producto del feroz sacapuntas del destino, y un escamado cuerpo de serpiente que ignoraba, al caminar, la línea recta. Los hombres que iban por agua, despertaron a un tiempo al dragón y al apetito de su estómago, que hasta entonces vivía bajo la acción narcótica de la escasez de sangre y carne humanas por los alrededores. En un dos por tres los hombres fueron paralizados por el hálito venenoso del reptil, convertidos en la única parte apetecible del cosmos cavernícola. El áspid, en propulsión de muerte, cayó sobre sus víctimas… Cadmo, ante la tardanza de sus ayudantes -y teniendo en la rueca de sus inquietudes el alma en un hilo- sintió en su pecho el acelerado latir de una corazonada. Puso en sus ojos sus mirares de mejor puntería, sacó una flecha de su carcaj -no cualquiera, sino la que olfateaba con perfecta precisión su blanco-, y de algún lugar de sus entrañas una pétrea e inflexible valentía; encomendó su alma a la buena suerte, al regazo misericordioso de su Palas Atenea y penetró, firme la frente –apuntalada por el paso seguro-, al interior de la cueva. Al tener frente a sí el sanguinario espectáculo del dragón que, sobre sus víctimas, consumaba su indescriptible carnicería y, lenta y parsimoniosamente, daba los últimos retoques a la masacre, su obra maestra. El héroe forma un pequeño paladar con la palma de la mano para vivir anticipadamente el sabor de la próxima venganza, tensa la cuerda de su arco, pone en la puntería su alma entera y dando, zás, en la columna vertebral del asesino atraviesa su corpachón de lado a lado y obliga, por minutos que llegan arrastrando los pies, a que fluya más sangre de la contusión y la carnuza que el agua que brota, sin pecado concebida, del manantial liberado por fin del feroz centinela. Cadmo y el dragón
A la manera en que lo inflamable,
crepitando lujuria, abre las piernas al fuego, Harmonía se entregaba a Cadmo con regocijo y la esperanza de que florecieran en el capullo de su vientre semillas in crescendo del árbol familiar; pero un deterioro de la matriz -o no sé qué pecado en el funcionamiento físico- le produjo, como trozo de tierra maldecida por falta de imaginación, una desoladora, aunque pasajera, esterilidad. *** Por indicaciones de la diosa de la sabiduría, Cadmo, de origen fenicio y tataraviejo de todos los tebanos, arrancó los colmillos del dragón -ya sepultado en su muerte- con la temeridad y el heroísmo de la mano derecha. En un amplio territorio perteneciente a Beocia -de campo fértil, árboles en manada, riachuelos en gerundio serpenteo y riquezas naturales que colmaban, desbordándolo, su cuerno de abundancia-; enterró los colmillos del monstruo, las semillas de un prodigioso ramillete de portentos. Durante algún tiempo el fenicio, en compañía de su esposa, aró el extenso campo, delineó varios surcos guiado por el sentido de orientación de la geometría y en ellos fue sembrando las simientes que hundieron , en las múltiples matrices de la tierra, la incógnita más grande de la historia. El semen condensado y marfileño de los colmillos, después de nueve días, nueve, -en un menage a trois de lapsos trinos que abreviaban tardanzas- fecundó millas y más millas de la gleba, dando a luz, a oxígeno con los brazos abiertos, a atmósfera de naranjos en flor, nuevas criaturas: los primeros cadmeos. Los milagros que, al decir, aparecen si las leyes naturales se descuidan o dan su brazos a torcer a las deidades, los númenes o el cielo, son regalos de lujo de lo sobrenatural a lo mundano y pueden encarnar en las más disímiles e inesperadas sorpresas: ¿De los colmillos de dragón arrojados a los surcos nacerán dragonzuelos miniatura con sospechoso aliento, torpe zigzagueo de lombrices y chillidos de infantil llamarada, o florecerán minúsculos titanes (con un oxímoron jalado de los pelos para que prontamente adquieran la estatura que les corresponde), o generarán algún tipo de nuevos e inesperados hombres y mujeres? Sucedió que de pronto los terrones del humus fecundado empezaron a removerse con parturientas contorsiones y enseguida, poco a poco, aparecieron primero los puntitos de unas lanzas, después el arranque de unos tallos de metal que, como si florecieran hacia adentro, dejaron ver los cascos y sus plumas de cabezas que brotaron seguidas de los torsos, las espaldas y los brazos de especímenes, un tanto carnisecos, con pinta de soldados. Como en todo nacimiento, la nueva especie humana (traspasando la frontera del dolor que separa la gestión del existir), sacó primero la cabeza que se fue asomando poco a poco al medio ambiente y estrenó su nariz, sus ojos, su boca, sus orejas y un asombro indescriptible que, en surgiendo, sacudióse el polvo coagulado. Estos primeros hombres, que comparten cromosomas de lodo y de dragón, nacidos en la Tebas primigenia, surgieron plenamente conformados -dejando la niñez y pubertad en el seno terrígeno- como guerreros, amantes de lóbregos periplos y victorias encharcadas en sangre, con la muerte entre ceja y ceja, señores que encontraron en la guerra de todos contra todos -masacre sin embargo niña aún- la primera forma de relacionarse, de intercambiar palabras incendiarias, de saludarse torturándose las manos, de encarnar la sorprendente vía de nacer, saborear el oxígeno y morir. Aplaudidos por Ares, el patrón de la cólera en activo, oyeron la consigna, clamada a todo espacio: “Odiáos los unos a los otros como Dios manda”… Fueron también azuzados por Hera, que aborrecía a Cadmo, el hermano de Europa -una de las más odiosas conquistas de su frívolo consorte. (Hera, dígolo entre paréntesis, usando el catalejo de la suspicacia para escudriñar los puntos cardinales, soñaba inútilmente con amordazar los ímpetus empapados de lujuria que, de la cintura abajo, traían loco a Zeus, y proclamar un edicto para que las diosas, heroínas, titanes hembras y mujeres que merodease su marido, cerraran a piedra y lodo sus piernas y escupieran todo sí que la libido deslizara entre sus dientes. Odiaba con toda su alma, pues, a Europa y un poco de este aborrecimiento, como carambola en el Olimpo, llegábale al hermano). |
"Los hombres que iban por agua, despertaron a un tiempo al dragón y al apetito de su estómago"
"daba los últimos retoques a la masacre"
Cadmo y Harmonía
"dragonzuelos miniatura"
"Ares, el patrón de la cólera en activo"
Hera "usando el catalejo de la suspicacia para escudriñar los puntos cardinales"
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