Capítulo segundo
Lábdaco
Lábdaco, “el de las piernas desiguales”, entra en la saga cojeando, pero con la aquiescencia de un destino que, reloj con segunderos de arena, norma sus acciones puntualmente. Su discapacidad -andar como piragua en el mar encrespado por la brisa- no era el producto de un accidente en que él, bajando por una escalinata, sintiera que los escalones se le transformaran de pronto en peldaños de jabón que lo hicieran resbalar directa, limpiamente, hasta el exacto sitio de su desgracia. O en que un truhán, para arrebatarle la bolsa o quedarse con los últimos latidos contantes y sonantes de su vida, le asestase una puñalada en una pierna que lo dejó baldado en sus ires y venires. No. Fue un defecto en los genes de su predestinación urdido por aquella furia de las furias desposada con Zeus. Como rey de los cadmeos, hijo de Polidoro y Nicteis la fenicia, nieto de Cadmo y abuelo de Edipo, Lábdaco no sólo renqueaba físicamente, acorazando sus pasos de tortuga con meticulosa cautela, sino que la atrofia mental no lo hacía apto para ser el timonel, la brújula y el faro de la gobernanza. Su padre Polidoro lo había iniciado en el arte del arco y la flecha y llegó a ser tan hábil en estos menesteres que fue de su autoría la orfandad de decenas de huevos en sus nidos y la transformación en lianas silenciosas de las serpientes de cascabel que se atrevían a deslizarse por los andenes de la amenaza. Sus éxitos bellacos en el arte del disparo de vientos venenosos le esculpió un alma de cazador y de guerrero. Como si hubieran firmado un pacto de sangre con la sangre, o como si los guerreros que nacieran de los colmillos del dragón, hubieran dejado como herencia a los tebanos un afán incontrolable por arreglar los diferendos, no en la mesa de las negociaciones sino en los puños, las lanzas, la lucha cuerpo a cuerpo, odio a odio, estuvo siempre en conflagración con Atenas siempre, siempre. Como si vivieran la riña de nunca acabar, con Ares a la batuta de este concierto macabro que presentaba en su compás final (antes de que el silencio le diese infinitud a la sordina) hombros tasajeados, orejas encaramadas a las ramas de los árboles, manos chorreando sangre a sólo 56 centímetros de sus cuerpos, cabezas tronchadas cuyos ojos cumplían, con esfuerzo inaudito, su último parpadeo, estuvo siempre en conflagración con Atenas, siempre, siempre, y todo esto pese al convenio de paz (que le dio ciudadanía a la convivencia), y cuya escritura se secó con el aleteo de una paloma blanca. La gente, a pesar de los opíparos
recursos de la ciudad, el campo, el río Dirce, las faldas del monte Citerón, el criadero de caballos famoso en toda la Hélade, y un pueblo entregado a las artesanías, el comercio, la agricultura y una música que el ruido de la guerra no nos permite oírla, se enfrentaba a problemas que, robándole la serenidad, la subían a la cumbre de lo inalcanzable: la ausencia de muchachas y el litigio de fronteras con los atenienses. *** Cuando algunos cadmeos se robaron a unas jóvenes de los pueblos aledaños -sobre todo atenienses- y cayeron en cuenta de que, en desvistiéndolas, eran engalanadas por la belleza, cuando echaron la mano a retozar con lo más vedado de lo prohibido, Pandión, rey de los atenienses, puso el grito en el cielo escudriñando en el aire la insinuación corpórea de Temis y de Astrea; desenvainó su iracundia, la blandió con denuedo, y, tras de hacer una implacable degollina de escrúpulos y vacilaciones, buscó tierra adentro su venganza: sus hombres, precedidos por el escuadrón de la sorpresa, ampliaron los límites del territorio ateniense en perjuicio del tebano. Y, como la tierra siempre ha producido manzanas con el gusano de la discordia, sentó las bases para el desquite de los labdácidas. *** El rapto de las mujeres no tuvo similitudes con la cacería de la zorra o el antílope. No hubo caballeros caracoleando sus corceles, ni canes de cacería -con olfato de siete leguas-, ni un cuerno enmielando los oídos de los asesinos. No tuvo semejanzas tampoco con el rapto de las sabinas, cuando Rómulo invitó a sus maridos a las festividades de Neptuno y los hombres llegaron, ingenuos, con sus mujeres, entonces los de Roma, que no eran sordos a los cantos de sirena de la tentación, arrebatan las esposas y expulsan de la ciudad a los sabinos. El rapto de las atenieses por los de Tebas fue más sencillo: un robo hormiga, al menudeo. Si los tebanos , cada uno por su parte, encuentran que una mujer se baña en el río, otra labora el campo o recoge frutos, una más tañe la lira, las toman sorpresivamente por los hombros, la cintura o el descuido, les tapan la boca -y únicamente ventiscas de silencio llegan a Atenas- las suben a sus espaldas como si fueran novillas. Ellas se defienden como pueden, pero un rasguño o el esbozo de un manazo son como los forcejeos de un suspiro contra la imposición de una mordaza. La fuerza del raptor las inmoviliza y sienten que su libertad en un segundo se les desmorona. Los hombres, ya con su presa, corren a la ciudad como la liebre que sufre el aliento de los perros en sus talones. Las escenas transcurren con la mayor ferocidad y hasta los ancianos muestran, enardecidos, inesperados cosquilleos en las manos y la desvergüenza. Todas las mujeres padecen la luna de hiel de la violación. Las desarraigan, les hacen una permuta del ambiente: casas, templos, costumbres, pájaros, rostros, palabrerío en las calles, son distintos. Las cambian de novela. Les mutilan el nombre, les enmascaran las huellas digitales. Las alejan de sus hijos y las ponen muy pronto, arañando el futuro, a tejer nuevas células con las sutiles agujas que trabajan en sus úteros. *** Las atenienses raptadas no supieron, más tarde, convencer a los hombres de ambos bandos, como las sabinas, de la buena ventura de la reconciliación, Y entonces sobrevino la polemos, la interminable pugna de un pueblo contra el otro, la guerra que, al perpetuarse entre pactos mentirosos y volubles, mantiene amores clandestinos con una eternidad menesterosa, sí, pero insistente, como cuento-de-nunca-acabar que narra el infierno al corro de finitos, mocosos, inquietos, que lo escuchan embobados, puesta su atención a todo volumen. Habla Heráclito: “Homero maldice la máxima ley cuando hace votos de que la guerra desaparezca de entre los hombres y los dioses”. El efesio era, a decir verdad, filósofo realista, que no le hacía sacrificios y libaciones a los buenos deseos, ni le echaba incienso a la idealización. En la época de Lábdaco, que renqueaba en sus designios, Beocia fue derrotada por Atenas (que recibió ayuda de Tereo, el rey tracio) y vivió los sinsabores de la derrota, los acueductos de acíbar, las manos sin dedos, la cabeza vendada, el demente que se extravía en su propio laberinto, el ciego que, manco también, es tuerto de manos, el cúmulo de viudas y de vírgenes expuestas al Argos lujurioso de la intemperie, el tragar, en fin, el polvo del derrumbe. Pero los tebanos, sobre todo las mujeres, a estas alturas del despeñadero, soñaban que, con la ayuda de Amor, un día, un día, veinticuatro horas sin pausas, alguien dictara sentencia contra los humanos belicosos, se les encerrara en sus respectivas camisas de fuerza o se les arrojase a un calabozo donde no pudieran emprender más batalla que la de sus frentes contra los muros. Como un mal vergonzoso, hereditario, escondido en los genes del destino, el rey Lábdaco provocó además la maldición en sus descendientes al negarse, como el otro en el pasado, a realizar sacrificios, obsequios, libaciones, carantoñas a Dionisos. Las bacantes -aquellas feligresas del divino alquimista que, al pie del cielo, descubrió la piedra filosofal de la embriaguez-, lanzan su maldición contra la estirpe de los cadmeos y los labdácidas. A semejanza de Penteo, Lábdaco, pese a la lentitud de su caletre, se opuso a los ritos descocados de Dionisos, segando uno de los impuestos más jugosos de los cielos a la tierra y, falto de previsión, también como Penteo, fue hecho trizas por las devotas seguidoras de Bromio enardecidas, por la hueste de furias desbocadas, sin rienda, brotando mala leche de sus pechos. Su arco y su flecha no le ayudaron para maldita la cosa, como el explosivo que, pirómano, de pronto es empapado por el agua bendita de la lluvia. |
"Lábdaco, 'el de las piernas desiguales', entra en la saga cojeando"
"acorazando sus pasos de tortuga con meticulosa cautela"
"Su padre Polidoro lo había iniciado en el arte del arco y la flecha"
Rapto de las sabinas: "los hombres llegaron, ingenuos"
"las toman sorpresivamente"
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