Segunda estancia
Capítulo tercero
La ceguera de Edipo
¿Cómo es posible que Yocasta,
unida en segundas nupcias, no reconociera en la carne invasora del nuevo marido -que paladeaba con deleite indescriptible- el antiguo sabor tan entrañable de su vástago? ¿Su sexo se había vuelto un asombroso manantial de olvidos? ¿Su vagina no podía, no, embarazarse de añoranzas, conjugar en pasado sus verbos? ¿Su vulva, que se extraviaba en la sólida bruma de la amnesia, acabó por volverse, ay, mala fisonomista? ¿Se trataría de una perversidad que había sabido ocultarse en esa gruta (que posee estalactitas, estalagmitas y un turbión de murciélagos) del inconsciente? ¿Estamos frente a un olvido natural o en el desfiladero de lo sospechoso? ¿Un placer que boicoteaba los designios de lo vedado? Yocasta, que tan repetidas veces había cohabitado con Edipo, ¿se angustiaría alguna vez pensando -en los últimos rincones de la intimidad- que el que saboreaba gozoso sus células más íntimas (en los momentos arcoíris de la excitación), era quien un día brotase de ella, con gritería de pájaros en la garganta, por el mismo lugar, el mismísimo, donde la reina pariera los gemelos de siempre: la contagiosa alegría del bebé y el inolvidable dolor del nacimiento? *** Después de su intercambio de improperios con Tiresias -que se resistía a dar el brazo de la verdad a torcer- y de su última conversación con Yocasta, cuando sus acciones intercambian secretos en el cuarto oscuro de la connivencia, Edipo no sabe qué pensar de sus ojos: cuando quiere ver, lo que se dice ver, el polluelo de su vista no logra quebrar el cascarón de su ceguera, y hasta las pupilas, dilatadas por el esfuerzo, lo condenan a recorrer la progresiva inmolación de la luz en una galería de penumbras tomadas de la mano, que, como él, buscan inútilmente la salida. Empero, cuando se resiste a ver, y es víctima del despropósito de que las pestañas se le enmarañen al grado de impedir a las pupilas decir la nube, el mar o el universo mundo, mira como nunca, como Argos con miríada de células desorbitadas, como ciego renacido por los ojos, como antena que absorbiera, en señales cada vez más dolorosas, la verdad en lumínicos fuetazos. Edipo no sabe qué pensar, ay, de sus ojos. Mas al dar, por fin, el paso (el trueque de sus retinas por una hemorragia de alaridos que generó cuarteaduras en los muros del alcázar) los glóbulos oculares del rey rodaron por el vientre, y, tras de tropezar con sus tobillos, dieron en el suelo con un tenue temblor gelatinoso como coágulos de miradas ya podridas, donde dos charcas de negrura pestilente salpicaron los alrededores y convirtieron el suelo en resbaladizo y pegajoso. Cómplice de la fatalidad, el rey perdió, con los ojos, el sentido; las sombras invadieron su cerebro como enjambre de negrísimas abejas que forjan el dulzor del inconsciente, y durmió acurrucado en su desgracia el tiempo indispensable para abrir, al despertar, dos infinitos pozos de negrura. |
"se resistía a dar el brazo de la verdad a torcer"
"el rey perdió, con los ojos, el sentido"
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