La muerte de Penteo
Penteo estaba, en su interior,
a las patadas con los dioses. La incredulidad se le había convertido en el primer mandamiento de su ley. Pero las malas lenguas le untaron de saliva envenenada sus tímpanos, y le dijeron que Zeus, el primer burlador de la historia, el dios sin pudor concebido, había conquistado a Semele, hija de Cadmo y hermana de su madre, una noche en la cálida montaña. Eso le dijeron. Y resultó verdad, tan verdad como que la aritmética se hizo para contar el infinito. Preñada por Zeus (que sufría entonces un erotismo de alta tensión) y encinta de Dionisos, Semele advirtió mes tras mes cómo lo relativo cargaba en sus entrañas lo absoluto. Víctima de náuseas metafísicas, tenía antojos esperpénticos (cocodrilos anegados en llanto, perdices en flor, hipocampos de pura sangre), dormía como un lirón hipnotizado y hasta sintió las pequeñas patadas en el vientre que le propinaba lo divino. El alumbramiento fue mayúsculo ya que el rayo de Zeus dio en la mujer, carbonizándola enteramente, volviéndola ceniza sin orgasmos. Semele cayó muerta, pero Dionisos, el dios-niño quedó a la intemperie, a la vista de las estrellas, la curiosidad del aire y, ay, la mirada escrutadora de Hera. Zeus, expedito, ocultó a su infante en uno de sus muslos que fungió como segunda matriz para completar el crecimiento del vástago. Ah, los hombres, qué dados son a creer que entre lo natural y lo sobrenatural hay vasos comunicantes o pasadizos secretos; que los dioses pueden encarnar, nacer de mujer, de úteros con un afán creativo entre las manos; que lo eterno puede nacer en los pesebres de lo efímero. Ah, los hombres. *** Penteo, hijo de Ágave, la hermana menor de Semele, vivía atrincherado en sus dubitaciones. Cuando supo de la llegada de Dionisos y su tribu de bacantes al Citerón, puso el grito en el cielo, y colocó en su boca, encimita de la lengua, las palabras superstición, embaucamiento, cerebros obnubilados por las descomposturas del sano juicio. Dionisos, cuéntase que se cuenta, había heredado de su progenitor el poder de desdoblarse: de aparecer como hombre -con tres dimensiones, cinco sentidos, poesía de la cintura para arriba y prosa de la cintura para abajo- y seguir en el Olimpo compartiendo con las deidades, que ven condescendientes a los hombres, el cuento espeluznante que le narra lo eterno a lo finito. Mas a pesar de que el rey de Tebas aprehendió y encarceló a este Dionisos, no sé por qué artilugios o ademanes portentosos del arcano, Dionisos-hombre se liberó por sí mismo o con ayuda de su alter ego en el allende y, después de pláticas y pláticas, convenció a Penteo de lo benéfico que sería para un hombre y mandatario como él espiar a las bacantes y saber a qué atenerse. ¿A las bacantes? Sí, no sólo a la corte de ménades que acompañaba a Bromio donde quiera que iba -como la sombra que se halla zurcida al cuerpo de la mujer y el hombre por intronchables hilos invisibles-, sino también por la mayor parte de las tebanas, -a las que Eurípides llama “montaraces cadmeas”, que, dejando de lado los penates del escrúpulo, partieron al monte con los vientres embriagados por el rojizo empeño de calmar una sed de antiquísima cosecha. Entre las mujeres de la ciudad se hallaba Ágave que, guerrera de Baco, poco a poco se había convertido en militante de su propio erotismo. Dionisos persuadió a Penteo de que, para espiar a las mujeres, saber de sus pasos, andanzas y correrías, advertir si el vino les descobijaba la honestidad o si algunas (hermanas, madres, hijas) pese al poder relajante de las uvas, no daban, no, su virtud a torcer, había que vestirse de fémina, ponerse dos manzanas mentirosas en el tórax, esconder bajo un peplo de honestas amplitudes el bulto procreativo. Penteo se acercó, seguido del dios-hombre, a la orgía de bacantes. No las veía bien. Se sintió presa de una miopía de luces con remiendos o crecidas pestañas. Y el temor de ser visto le amasaba el corazón dándole forma de oveja amedrentada que no logra oír el silbo de su pastor custodio. Cerca de él había un abeto que, por sus ínfulas de atalaya y la disposición de su ramaje, invitaba a subir, como si hubiese multitud de manecillas atrayentes dispersas en la fronda. Penteo accedió a la cumbre del árbol, acompañado en su ardua faena del ridículo y el riesgo, no con la presteza y seguridad con que la ardilla trepa a la copa a buscar la blindada ambrosía de la nuez, ni como se sube el vino, ingrávido, en propulsión de sueño, a la cabeza ensortijada de las ménades, sino a duras penas, con la edad insistiendo inútilmente en mantener los pies en el suelo. La rama en que a horcajadas se asentó por más esfuerzo que hizo no pudo soportar el peso del espía y en un crujir pausado y doloroso, como la voz del bajo que se hunde en el negro precipicio de su registro grave, se entregó, agonizando, a sus jadeos. El brazo arbóreo sufrió un súbito debilitamiento de músculos, e hizo que Penteo se viniese abajo con todo y su torpeza. Las ménades, que gozaban la fase delirante de la bacanal -cada una transformada en la Artemisa de su éxtasis privado- y azuzadas por Dionisos, descubrieron la mole que caía de quién sabe qué lugar del cielo y, precedidas por Ágave y sus hermanas, con los tirsos en ristre, se arrojaron a lo que creyeron un animal feroz tan furioso como amenazante. Ágave fue la primera en atacar -con Ares en su oreja, convertido en arete de consejos- a la intrusa… o al intruso. En viendo Penteo a su madre avanzando hacia él, como un compendio hostil de garras y de dientes o un odio al que le desatan las manos y convencen que el remordimiento no llegará al convite, el rey grita: “Madre, soy Penteo, ¿no me reconoces? No me veas con esa furia lagrimeando los ojos, no te pongas los vestidos de la muerte, muéstrame tu aprecio, no me escatimes el regazo”. Dentro de su vestimenta femenil, rasgada por el ramaje y la caída, y arrepentido de la burda mentira del disfraz, Penteo extiende la mano hacia la mejilla materna y, devorándose atropelladamente el tiempo, la convierte en una manecita que intenta bosquejar un arrumaco. Ágave la rechaza como a la venenosa pata de un insecto. El hijo enseguida se mueve en extrañas contorsiones hasta ubicarse en posición fetal como queriendo despertar con tal postura la memoria de una madre sumergida en la tierra pantanosa de la amnesia. No sólo había sido Penteo quien pusiera en duda que Semele hubiera sido fecundada por Zeus -como si la esencia del cielo se pudiera introducir en un grano de polvo-, muchos tebanos lo habían acompañado en su peregrinaje por la tierra baldía de la incredulidad y fueron, como aquél, acusados por Dionisos de rebaño de impíos. El ojo por ojo de la venganza hizo que Bromio, feroz, no viera, no, no viera a qué extremos llegaba la inenarrable represalia de su iracundia. Sorda a los alaridos, la madre enloquecida le desgarró a Penteo la carne con las uñas, hincó los dientes en uno de los hombros y su boca al poco rato parecía haberse revolcado en un amasijo de granadas. La turba de bacantes despedazó al monarca: por un lado quedó la cabeza, por otro las manos y los dedos. El corazón, los riñones, los testículos y un conjunto de terribles menudencias quedaron esparcidas por múltiples y variados escondrijos. Solamente un zenit con ojos de ave carroñera podría avisorar dónde se hallaban las piezas necesarias para reconstruir el rompecabezas del cuerpo de Penteo. Ágave, clavó en su tirso la testa del león que creía tener entre sus manos -y que no era, ay, sino la de su hijo- y caminó, zarandeándola, hacia Tebas. En el punto en que el delirio deja atrás la cordura y, poniéndole mordazas a la lógica, le rinde pleitesía a la demencia, Ágave colocó la cabeza del descuartizado animal sobre su tirso, como lo hace la victoria con el símbolo de su triunfo alzado hasta las nubes. Seguida de sus hermanas llegó a la ciudad, donde el rey, al contemplar el espectáculo, casi se ahoga en sollozos, como un esquife que hace agua y esboza ya el naufragio, por la muerte de su nieto y la locura de su hija. Y hasta es posible que Ares, en insólita distracción de sí mismo, improvisara un lastimoso treno en el arpa de sus emociones. Ágave insistía en que esa cabeza que llevaba, desangrándose, en el tirso, era la cabeza de un león, con su gruñido muerto, transformado de golpe en el dulce susurro del último suspiro. Cadmo, a la puerta del palacio, no podía dar crédito a lo que, con alaridos de pupilas, le decían sus ojos. Trató de convencer a su hija de quién era, qué había hecho, a quién llevaba en el tirso. Ella lo miraba con ludibrio y desde la atalaya de su ciega alucinación. Y sólo después de grandes y dolorosos esfuerzos, la hija volvió a sus cabales y al círculo, ay, del infierno que el destino le tenía reservado. El fundador de la estirpe, a quien Tiresias le había arreglado el ánimo para que en él cupieran cómodamente la confianza en Dionisos y el sentirse orgulloso de ser el abuelo humano del hijo de Zeus y Semele, convirtió su cuerpo en un templo en ruinas, con un dios también desmoronándose. El viento helado de la abrupta ausencia de la fe le congeló el espíritu e hizo tiritar a sus más arraigadas convicciones. Lanzó una mirada torva a la parte del cielo por donde navega el Olimpo, sacó a la intemperie una herejía pequeña, debilucha, con el peligro inminente de crecer; pero, gimiendo, buscó el itinerario de la retractación, de la culpa hipnotizada, elevó plegarias al arrepentimiento y frenó su boca, su hálito, su saliva a mitad de una blasfemia. |
Danza de las bacantes de Gleyre Charles
Un abeto "invitaba a subir, como si hubiese multitud de manecillas atrayentes"
"en la Artemisa de su éxtasis privado"
"La turba de bacantes despedazó al monarca"
|