Capítulo sexto
La gloria de Edipo
El pueblo llevó en andas
al joven triunfador a la felicidad. Los vítores erigían el océano de gritos en donde el viento en popa de su triunfo -aire que desmelenaba las neuronas- soplaba enardecido, embarazando la vela de su gloria. Lo cargaron desde el lugar de su proeza hasta los brazos abiertos de la gratitud de la corte, de la reina y de su pueblo. En una de las salas reales, Creonte, hermano de Yocasta, le dijo a Edipo, señalándole a la reina: “He aquí a tu esposa”. El joven, limpiando de polvo su atención, al tenerla de golpe frente a sí, recibió la sorpresa más grata de su vida: estaba frente a su queridísima Mérope, su progenitora, tan bella como de costumbre, tan inaccesible como todo lo superlativo, tan deseable –aunque en las buhardillas anímicas de lo prohibido- como siempre, tan generosa con su regazo, tan delicada con el peine de sus dedos en la melena que, como los mares, se resistía a todo alisamiento, tan pródiga con el palomar de sus caricias; estaba, oh deidades, frente a la orfebre de sus respiraciones, con la reina que Edipo, ay, había dejado a sus espaldas para que los vaticinios de los inmortales corrieran a enjutarse hasta el tamaño de los cuentos que no tienen ni pies (para emprender una verdadera jornada) ni cabeza (para hacerlo por la ruta del buen sentido). *** Y aquí, una digresión que no es el defecto que le roba quilates al tesoro de la historia, sino el golpe de pluma imprescindible para aclarar la sorpresa del “de los pies hinchados” al tener a Yocasta frente a sí: Madre naturaleza gusta hacer, dentro de un común denominador -en que las distinciones, arrebujadas en el anonimato, se comen su propia lengua las más contrastantes e infinitas diversidades: forma hombres y mujeres, niños y niñas, viejos y viejas que tienen, sí, dos ojos, dos oídos, una nariz, dos piernas y una capacidad, grande o no, de sollozar pesares y redondear lágrimas. Pero considerados como individuos, como puntos que reniegan de la línea, son desiguales y únicos. ¿Alguien podría confundir a Héctor con Aquiles, a Agamenón con Áyax, a Penélope con Calipso? El que hombres y mujeres tuvieran ojos, uno a la izquierda y el otro a la derecha; que los parpadearan, o los velasen, al dormir, para que la vigilia -con su cuota de placeres y dolores amasados por la lógica del tiempo y el lugar-no se inmiscuyera en lo que no le importa: en el delicioso desvarío desatado que carga cada quien en los subsuelos de su caletre. El que todos fueran así, digo, no les robaba un átomo a su mismidad, al pronombre que culebrea por sus laberintos dactilares. Mas también Natura, en las búsquedas de su alquimia, elabora de cuando en vez seres humanos tan increíblemente semejantes, tan dobles, tan parecidos como si fuesen gemelos idénticos nacidos de la misma noche de bodas. Así eran, quién lo diría, Yocasta y Mérope, quienes rondaban por aquellos parajes en que lo parecido se tutea con la identidad. Hermosas como ninfas en celo. Iguales como dos gotas de agua vistas desde la misma sed. ¿Su similitud era famosa en la Hélade? ¿Era el apetitoso tente en pie, la comidilla de los postres palaciegos? No, a decir verdad, porque las reinas de entonces no iban publicitando sus fermosuras a ocho columnas en las ciudades, sino que sólo eran admiradas por sus espejos, sus maridos y sus sirvientes. Edipo, cuando joven, estuvo enamorado de Mérope como el colibrí sediento lo está de la flor que levanta su copa de miel para brindar con sus hermanas por la vida. Por eso, precisamente por eso, al saber de los decires del augurio, huyó aterrorizado de Corinto. Y ahora se encontraba de nuevo con su madre. Pero no. No era su madre, era Yocasta, el bendito botín que los dioses y su astucia para descifrar jeroglíficos de aire, le habían puesto en sus manos. *** A Yocasta por su parte le impresionaron la donosura del joven, un rostro en que colgaba su antifaz la picardía, unos dedos, larguiruchos y sedosos, capaces de descubrir los escondrijos del éxtasis, y una astucia sin nombre necesaria para sacar a la intemperie todo lo que escondiera a doble llave la reina en los arcones del recato. Le admiraron en especial dos cosas: el extraño parecido de sus ojos y su frente con los del difunto Layo y un lunar en la mejilla izquierda que no sé qué recuerdos maternales le traía. *** Esencias singulares condimentaron el placer de Edipo y de Yocasta. Él logró desnudar el éxtasis femenino de los pudores últimos, desfloró sus reticencias, e hizo más tarde que el cuadruple fruto de su esfuerzo naciera con la estrella del orgasmo glorioso de sus padres en la frente. “Qué deleite –se decía Edipo- poder ayuntarme con mi madre sin cometer incesto. Cómo me hace feliz que los dioses permitan que mis caricias amasen la piel de mi progenitora en otro cuerpo, no en el prohibido, sino en el profano, con barnices de impaciencia y cómplice incondicional de la lujuria de esta soberana”. *** El útero de Yocasta, en amores con Edipo, y a pesar del isócrono golpeteo de la fértil matriz que hay en la rueca , enmarañaba los hilos de su maternidad y durante unos meses de una estéril y deliciosa complacencia no pudo concebir; pero en cuatro ocasiones -con éxtasis que ascendieron a la galería de lo inolvidable- empezó a hilvanar nudo tras nudo hasta formar cuatro príncipes -dos hombres, dos mujeres que sólo dejaron a sus espaldas la lujuriosa cuanto fabril artesanía, cuando cada uno recubrió sus órganos internos con el abrigo torpe de su piel. Y ya desde niños -en cuatro cunas de muy diferentes maderas finas-, y sobre todo en los desfiladeros de la pubertad, fueron llamados a descubrir, trazar los mapas y colonizar las diversas actitudes que tendrían ante la vida. *** En Tebas, las noticias dolorosas volaban en oscuras palomas mensajeras. Llegaron a la gobernante, de modo casi simultáneo, dos de las más negras aves de la mensajería. En una se le informa que su esposo -ese dechado de imperfecciones que ocupaba la mitad de su lecho- ha sido muerto por una caterva de truhanes. En la otra se le dice que Crisipo –el mozalbete descarrilado por las lujuriosas mañas del rey y convertido en paje libidinoso y a la mano por la entrepierna en llamas de la princesa- fue engullido por la Esfinge, víctima de una lengua entumecida y del fruto agusanado de un cerebro no muy proclive, en su lujuria, a asomarse al ventanal del raciocinio. Yocasta, al enterarse del homicidio doble, se halló presa de sentimientos encontrados, ambos con un afán de correr hacia distinto punto cardinal, pero, con las tensiones anudadas, no pudiendo moverse y generando un ardor insoportable cuerpo adentro. *** El contenido de un capítulo especialmente doloroso de la estirpe de Tebas, comienza con la trágica vida de Layo, esposo de Yocasta y padre de las células, los brazos, las manos y el escenario para actuar el destino, y culmina con las pavorosas imágenes de Yocasta muerta en vida, viviendo su cadáver, y de Edipo sin ojos, con apretada sangre ya incapaz del menor parpadeo. *** Del encuentro de Edipo y de Yocasta supimos ya. Cómo olvidar lo impresionado que entonces se sintió el vencedor de la Esfinge: Edipo, que acababa de salir victorioso de su evento, con la cortante espada de su lengua, y que decretó que en lo futuro duelos de enigmas y acertijos nunca más se llevarían a cabo en campos de matanza, vio en la reina, que era en verdad su progenitora, la réplica ficticia –repitámoslo de su anhelada madre de Corinto. ¿Qué sucedió con la reina en ese mismo instante y en los puntos suspensivos que, frente a sus pasos, regara el tiempo? ¿Qué, cuando los nuevos cónyuges, en el abrir de piernas de las sábanas, y el perder la conciencia de sus límites, forjaron la cópula de sus pronombres personales? Yocasta fue presa de una violenta transformación de escenarios y metamorfosis. Primero vivió, en un tálamo revuelto por la alucinación, la extraña semejanza de Edipo con Layo, su anterior esposo; hubo incluso un segundo en que se imaginó estar rehaciendo el amor con la osamenta de un recuerdo y no en la cama sino en una sepultura mullida, acogedora. Después sintió que Crisipo, aquel libidinoso paje que le bebiera las palabras y deseos, y no sabía decir no con ninguno de los poros de su piel, oh, dioses del Olimpo, resucitaba, reencarnaba en su nuevo marido. En cierta ocasión, más tarde, advirtió, sorprendida, un lunar conocido en el pómulo izquierdo del nuevo dueño de sus arrumacos y rememoró, temblorosa, este incidente: cuando ella, empujada por su esposo, entregó su hijo al criado que debía deshacerse de él para desactivar el augurio que, envuelto entre pañales, nació con la criatura, vio un lunar en la mejilla del bebé -amenaza arropada en la ternura- le pareció una señal acusadora, un tumorcillo negro que le brincó a los entresijos del inconsciente. Desde antes, la reina sabía que, para evitar el incesto, era necesario el filicidio. Pero aquel bebé que cargaba, como bomba de tiempo, la pólvora invisible de la maldición, ¿había en verdad sucumbido? Ahora, al vivir un triángulo amoroso con el héroe y la lujuria, la hipnotizó el lunar que resaltaba en la mejilla de Edipo, el nuevo rey, y se sintió de repente en las inmediaciones de la culpa. La palabra hijo fue ocupando todos los recovecos del corazón, pero la lengua no atinaba a decir: esta boca es mía, hasta que finalmente con un impulso sobrehumano y un incontenible vómito de letras rompió los moldes del silencio. “Hijo -le murmuró, besándolo en la boca (beso que había perdido el distante y suave roce del ósculo materno), hijo –insistió- tú, que eres la dulce compañía de mis ardores, nunca, ya nunca, serás destetado, ni jamás, desde hoy, te consideraré el hijo pródigo de mi vagina”. *** Antes de que Tiresias desenterrara la verdad que yacía en el caliginoso sepulcro del pretérito -y donde hasta el epitafio había sido pasto de las larvas-, Edipo empezó a ser invadido por la sospecha, se puso a tentarla con temor como a animal venenoso, a convertirla en espectro en cuarto creciente de su perplejidad, a sepultarla en los aledaños de su memoria. Alguna vez, al pasar cerca de la alcoba de Creonte, oyó que su cuñado le decía a su esposa Eurídice: “es extraño, los ojos de Edipo son los de mi hermana: igual parpadeo con que titilan sus ideas confesables e inconfesables, idéntica atención desorbitada cuando los tímpanos se quieren meter en las pupilas, y, sobre todo, mismas miradas verdes, cardillos de un iris que poseen, presumo, en la esmeralda su materia prima”. *** Edipo corrió a pedirle su opinión al espejo, al adminículo que tiene como faena prioritaria decir la verdad -salvo cuando la luz se desmaya en brazos de su propia extinción. Y el espejo no tuvo empacho en corroborar las palabras suspicaces con la fidelidad con que la boca del lobo interpreta las partituras de la noche. Pero el “hijo” que salió de los labios de Yocasta, y tal vez la voz de la sangre que golpea en los oídos como el rojo nacer de lo evidente, convenció a Edipo en su fuero interno de la escabrosa filiación, pero como algo secreto, íntimo, inconfesable. *** Edipo, en la oreja de Yocasta: “madre, yo querría estar siempre en ti, como cuando, siendo uno contigo, el sol estaba ausente, el cielo era todo él un hoyo negro, el infinito, en las afueras, la extensión inextinguible de la nada; cuando fungía tu cuerpo como el hospitalario abrigo de un ente a medio hacer. Madre, tú me quieres como hijo cuando yo te deseo como esposa, y tú me requieres como esposo cuando yo te busco como hijo. Pero a veces, sólo a veces, con el pecho empapado en la verdad, tú no ves en mí sino el hijo marido y yo, con la dicha recorriendo mis arterias y venas, te veo como la madre esposa. Somos un esperpento de la naturaleza, una avería de las leyes naturales, un escándalo, que estalla al unísono del redoble de todos los truenos, en las buenas costumbres”. *** Edipo y Yocasta ¿eran víctimas del fatum o habían creído asumir el incesto con un gránulo de culpa? Ambos querían creer -y entre el creer y el saber a veces no hay más que un milímetro endeble y vulnerable- que su incesto era un incesto mentiroso, una supuesta infracción de tránsito; pero una voz -¿qué voz?- les surgía desde lo más profundo -ahí donde brotan los géiseres del deseo- para decirles que, transida por el sino, la verdad se hallaba quemándoles la frente. |
Mérope y Yocasta
"al tener a Yocasta frente a sí"
Yocasta, de Boccaccio Aquiles y Héctor
"la donosura del joven"
"cuatro cunas de muy diferentes maderas finas""ha sido muerto por una caterva de truhanes"
"fue engullido por la Esfinge"
"al pasar cerca de la alcoba de Creonte"
"el espejo no tuvo empacho en corroborar las palabras suspicaces"
"un esperpento de la naturaleza"
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