Capítulo quinto
La esfinge
En llegando a un montículo
desde el cual se divisaba la ciudad de las siete puertas, dio de pies a boca, a la vuelta del silencio, con el susurro -ese vientecillo letrado, ubicuo, trotamundos- de que un león, o mejor un águila o mejor una mujer, estaba recorriendo y amagando la campiña. *** Se dice que Hera se escandalizó por la paidofilia de Layo con Crisipo, y que su venganza contra los cadmeos, los labdácidas y del propio Layo, fue echar mano de la Esfinge, que se dedicó a asolar las tierras con la saña del asesino serial de una epidemia y el morbo itinerante de un huracán de rapiña. La Esfinge tenía bello rostro de mujer -aunque con fugaces guiños de demonio-, senos que, con su mala leche, se desvivían por amamantar el temor de los cadmeos; cuerpo de león –que reinaba en la selva de sus malos instintos-, cola con ínfulas de sierpe ponzoñosa y alas que la decían dueña de no sé cuántos acres de firmamento. Su manjar preferido: pescuezos en su jugo escarlata con una guarnición de lechuga campestre. No era un vampiro, un erótico caballero malhechor -astuto como el que más, colmilludo como nadie cuando daba, en la noche propicia, con el insomnio de un cuello-, sino un vulgar coyote que, en haciendo de sus labios una mínima trompa de succión, tornaba a sus víctimas en un santiamén en exangües corbachos. Las musas le instruyeron en el arte de formar enigmas, palíndromas venenosos, pequeños acertijos que guardaban sus respuestas en el escondite de la paradoja. El monstruo cargaba un fardo lleno de vocablos sospechosos, de doble cara y poco fiar. Palabras veneno. Palabras precipicio. Palabras cadalso. Palabras tobogán que, siendo en extremo resbaloso al hallarse aceitado por la ley de gravedad, si alguien tenía el infortunio de caer en él, iba zás directamente a la ratonera de los ingenuos sorprendidos. Como peste que, desde el cielo, va identificando seleccionadas pistas de aterrizaje, la Esfinge vuela de un lado a otro a la busca de sus víctimas. Se aproxima lentamente a la inocencia del campesino que sólo conoce retazos del idioma y un puñado de palabras de mano muy pequeña; baja y, repentinamente, hace muecas y guiños espectaculares con el objeto de ganarse la atención para hacer oír alguno de sus cientos de acertijos. Dice: ¿Cuáles son las hermanas que se engendran mutuamente? El pobre hombre inquiere, desesperado, a su recuerdo, a su imaginación, a alguno de los dioses que vuelan de común rozando las sienes de los mortales, y tiene que responder: mi Señora, lo ignoro. Entonces la protegida de Hera, proclama, con insultante placer: el día y la noche. A continuación da un salto y se devora al campesino con todo e ignorancia. A veces, desde el ramaje de un árbol, vislumbra caminar a una mujer cargada de espigas y de niños, y la llama para decirle: ¿Cuál es el volátil, entre los volátiles, que hace viajes redondos al más allá? La mujer desliza una respuesta: el ave del paraíso, insinúa; el pavorreal, se retracta. Y la Esfinge, revestida de suficiencia, prorrumpe: no, no, es el ave fénix. Y apenas formula la respuesta, se le afilan los ojos, las garras y el instinto y convierte a la mujer en un bulto de huesos descarnados. Cuando pasa junto a ella Crisipo, que, en un camino de muerte, estuvo a un espacio milimétrico de ser tasajeado por lo imprevisible, y que iba con un cuaderno bajo el brazo, le espeta: ¿Qué cosa hay en el mundo que brinda mocedad y no es el manantial de la juventud, protege del frío y no es una hoguera, embellece el rostro y no son los afeites, es un regalo del espejo y no es un eco de Narciso y, por último, quien la usa no tiene un pelo de tonto? El individuo lo piensa muchas veces, pero sólo atina a proclamar: Señora, mi saber se halla distribuido por todas las partes de mi cerebro, menos, ay, en la punta de mi lengua: Ignoro de qué me habla. El monstruo, divertidísimo con la respuesta, explica: se trata ni más ni menos que de la peluca. La Esfinge que no sabe de la piedad ni de oídas, y que la falta de imaginación y la indigencia de neuronas, le abre el apetito, brinca sobre la víctima y corrobora su certeza de que la carne humana se ubica a nivel más alto del progreso de sabores en la evolución de las especies. Edipo se acerca a la Esfinge, sin que ella se percate de que un oído, el imán de vocablos más potente que registra la historia de las orejas, se encuentra espiándola, y escucha el enigma que el esperpento le arroja a una joven que lleva un lechón entre los brazos: ¿cuál es la casita que tiene 21 ventanas por las que se asoma la fortuna? La chicuela se pone dos dedos en la frente como hurgando en sus neuronas. Pero, ay, su imaginación se encuentra tan en blanco cual su frente. Señora, no sé, dice anegada en lágrimas. La Esfinge, estornudando de felicidad, sentencia: el dado. La niña quiere largarle el lechón, regalárselo en su lugar. Pero la Esfinge, adicta a la sangre humana, se entrega a la faena de siempre, mientras Edipo se pone a meditar en lo escuchado. Lo hace de manera intensa, profunda. Se pregunta por el secreto de los enigmas, descubre poco a poco el mecanismo de su misteriosa fabulación, el motor invisible que los hace moverse, como ese poquito de vida que impulsa al más pequeño de los gusanos. Y ya con la mente fecundada por la reflexión y el cerebro bullendo expectativas, se presenta delante de la Esfinge, la cual, más al olerlo que al mirarlo, mueve la cabeza, bate las alas y transmuta en sonrisa toda su boca en señal de satisfacción al tener ante sí la víctima más apuesta y apetecible de la semana. La Esfinge, con la voz más socarrona que se recuerde, pregunta: ¿cuál es el animal que, para desplazarse, usa primero cuatro patas, luego dos y finalmente tres? Edipo tomó la charada como cosa de párvulos, como un misterio que tenía deslices con la obviedad, una adivinanza con los pies de barro. Y declaró: es el hombre que, de niño, gatea, de adulto, camina a dos pies, y de viejo se vale de un bastón para desplazarse. La Esfinge, siendo fiel a los designios de la Moira, empujada al despeñadero por la suerte, se lanzó a un espacio cuyo fondo era sinónimo de vacío. El desgarrador ay ay ay ay ay ay… de la Esfinge en su caída, amaina tan sólo cuando el silencio, al final del grito, forja la urna funeraria de su punto final donde las cenizas estaban lejos de ser las del ave fénix. |
"estaba recorriendo y amagando la campiña"
Edipo y la esfinge, de Francois Xavier Fabre. "Edipo tomó la charada como cosa de párvulos"
Edipo y la esfinge, de J. Auguste Dominique Ingres. |