Capítulo cuarto
Antecedentes
Toda tragedia tiene anticipaciones,
amenazas que ponen en los cielos, con los fugaces días del relámpago, gruñidos pavorosos. El pasado y el presente se arremangan la camisa y se escupen las manos para gestar el drama por venir. Los dicterios y sus empujones al abismo, son hereditarios. Los augurios no se muerden la lengua ni se andan por las ramas pepenando falsedades; más bien, cronistas de pequeños infiernos, hacen la historia verdadera de lo que aún no tiene el pasaporte de las fosas nasales para entrar a la vida. ¿De dónde, cómo, cuándo nació la maldición que, amanuense del destino, condujo a Layo, a un lugar al que sus pies, oyendo el clamor de sus arrepentidas huellas, no deseaban, no, llegar puntuales? Todo ocurrió porque al hijo de Lábdaco, válgame Dios, le gustaba la fruta verde, la que atraviesa los momentos púberes de la maduración, aquella que, como instrumento musical, se halla en el instante de la afinación de sus jugos y su pulpa, en los preparativos de la madurez, a un paso de estar en su punto y seducir al paladar de la lujuria. Azuzado por la prohibición, Layo raptó a Crisipo, el hijo efebo de Pélope, rey del Peloponeso. Y dejó a sus espaldas al rey indignado, a sus propios escrúpulos, a la tradición y su enlistado de episodios en el corte de caja de lo permisible. Pélope lo maldijo: “que no tengas un vástago, un heredero de Tebas, y que si lo tienes, él, y no otro, sea el que le ponga zancadillas a tu pulso y haga brotar de tu boca el vómito completo de tu tiempo”. *** Más tarde, cuando Yocasta arrojó de la cuna-paraíso de su vientre, hermética y mullida, el fruto de sus noches sin descanso, Layo quiso saber qué opinaba de su paternidad el oráculo de Apolo. Y el dueño del futuro, el ser afortunado que con la bola de cristal de su cerebro rebasa la miopía, confirmó la maldición de Pélope: por atreverse Layo a profanar el aliento admonitorio de los dioses, la ley de bronce de la prohibición, cuando menos lo esperase las manos de su vástago ahorcarían su último suspiro, y la causa de su derramamiento de sangre sería sangre de su sangre. Astilla de su tronco, la fuerza del muchacho embarneció hasta llegar a la edad madura del garrote, cebada por el tiempo. Yocasta, temerosa del augurio, desde el engañoso escondrijo del control remoto, mandó a un criado a deshacerse del hijuelo de sus amores -que se removía en los pañales como un erizo de chillidos. El sirviente, en los aledaños de la piedad, se lo entregó a su vez a un mensajero, con el mandato de que lo abandonase en el borde resbaloso del final precipicio de su tiempo, para que, dicho pronto, le arrancara de la palma de la mano la línea de la vida. El mensajero, compasivo, no queriendo cargar en su corazón los despojos del pequeño, lo condujo al paraje llamado Citerón, le puso grillos en los pies para impedir que intentara regresar, y lo abandonó en las proximidades de otro reino: el reino de Corinto. Los reyes del lugar lo ampararon, lo recogieron como si fuera su retoño, descendiente de su linaje estéril, y él creció con la creencia de que Pólibo y Mérope habían sido -guardería protectora, pero falsa- sus progenitores. Cuando años después, Edipo salió del palacio al safari de augurios, el oráculo sentenció que él daría muerte a su padre y perdería la virginidad con su madre, el joven creyó que se hallaba ante el vaticinio de que mataría a Pólibo y se refocilaría con Mérope y , aterrado, huyó del reino donde la dicha fue el mejor de sus juguetes, con la conciencia de que el parricidio y el tabú del incesto son dos de los pecados más ilustres del destino. Edipo echó a andar, sin saber qué hacer con el estado de ánimo que le removía las entrañas, hasta arribar a un sitio donde se mezclaban en sus pulmones las atmósferas de Corinto y de Tebas. “Romero alucinado”, llegó, en su peregrinar, a un cruce de tres carreteras y vio venir hacia él un carruaje -con el lento crujir de la amenaza- precedido de una escolta y ocupado por un hombre. Adelante de la comitiva, un individuo con ojos de ave carroñera, tuvo la intrepidez de hacerse de palabras con Edipo, desenfundar vocablos vejatorios, sintonizar su lengua en la estación de las injurias, y empuñar la muerte. Mas el joven, aliado con el brío, la energía y el canto guerrero de sus músculos y dueño de una juventud que se hallaba en su nivel más alto: a orillitas de los dioses, se deshizo de golpe de su atacante e, instalado en la premisa que oye el canto de sirena de las conclusiones, pasó por las armas de su furia a todos los integrantes de la caterva -salvo uno que puso los pies y el afán de vivir en polvorosa- y mató de un bastonazo al señor del carruaje. *** Después de haber dejado tras de sí, con las miradas fijas para siempre, al hombre de la carroza y a sus acompañantes, Edipo, los pies a la deriva, continuó su caminata, su sembradío de huellas donde, regado por lo efímero, germina un pretérito que nace poco a poco. *** Antes de ir a su cita con la muerte, Layo vive a las patadas con su sexo. Hablan diferentes idiomas. Chocan en sus concepciones del mundo. Se dan las espaldas y dicen pestes el uno del otro. Al acostarse los cónyuges, el órgano reproductivo del varón se dormía como un bendito acurrucado en sus sueños y en la almohadilla de su propia carne, dejando perpleja a Yocasta y a Layo, al día siguiente, con un mal sabor de boca en los paladares de la virilidad. No fue así tiempo atrás, cuando la diosa del amor, acostada con la pareja, impedía que el sueño subiese al tálamo durante toda la noche, y en que el varón, en dulces secreteos de esperma, fecundaba el óvulo más concupiscente de la Señora creando la redondez, la jaula o la prisión, donde no sé qué poderes fabricaron el feto escandaloso del siguiente miembro de la estirpe. *** A Layo la sensualidad se le fue deshojando de los dedos en caricias secas, desidiosas. No sólo se enfrió con su mujer (la madre del retoño amenazante que, según el vaticinio, habría de degollar su pulso el día menos pensado), también se le empezó a pudrir el deseo por Crisipo, a quien –en intrépida lujuria subterránea- se había llevado como paje de la corte o “hijo adoptivo de palacio” como decía Yocasta. La mujer, insatisfecha, con todas sus zonas erógenas en abandono, polvorientas se diría si ella no echara mano del jabón, el agua de rosas, la pulcritud del deseo -la más íntima de sus vestes. *** Un día, en que el esposo había salido de palacio, Yocasta le regaló a Crisipo -su predilecto paje- una mirada provocadora, una caricia en el pómulo, una efímera suspensión de su recato, un seno que relampagueó promesas e hizo que la lujuria dejase la castidad de su molicie. La invitación fue captada por Crisipo como la sed advierte los rumores de alta fidelidad que el arroyo canturrea. Y la reina y el paje fueron enredaderas enredadas en la misma pasión, cuerpos que se unen y separan, se separan y unen en el afán secreto y sudoroso de una mujer entrada ya en ardores y un joven con esperma enloquecido. La reina, protegida por la reservada militancia de su adulterio, al sentir y sentir la vera voracidad de la vara varonil, obligó a su vagina a convertirse durante algunas horas, días, semanas más y más al masoquismo y al embrujo que se logra cuando un cierto escozor le pisa los talones al orgasmo, y encontró en la dolencia una dulce, dulce lumbre, dulcedumbre en la red de paladares de sus poros hambrientos. Yocasta se pregunta: “¿por qué este joven, que podría ser mi hijo, me deleita? ¿Por qué lo que podría haber saltado de mi útero al encuentro de su primer suspiro y dar de pies a boca con la luz inicial que, niñera como nadie, lo acoge entre sus dedos, es tan suavemente arropado en mis entrañas? ¿Por qué la juventud de un niño paje se me mete entre las piernas del deseo? |
"se deshizo de golpe de su atacante"
"donde no sé qué poderes fabricaron el feto escandaloso del siguiente miembro de la estirpe"
"intrépida lujuria subterránea"
Crisipo [Cerámica griega s. VI a JC. Museo de Bellas Artes, Boston] "Y la reina y el paje fueron enredaderas enredadas en la misma pasión"
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