Tercera estancia
Colono
A pesar de que sus ojos vivían
huérfanos de luz, Edipo, al caminar, no tropezaba con los árboles, no daba de bruces con las piedras, no se desbarrancaba en los desfiladeros empujado por la oscuridad; deambulaba tomado de la mano del amor, con la ayuda de un cuerpo, una entrega, unos ojos femeninos, que formaban el nudoso roble de un báculo filial. De lo que nadie lo aliviaba era de la postración que enmohecía sus impulsos, le sumaba más kilos al fardo de sus años y ponía en los goznes de los músculos el aceite quemado del dolor. Pidió sentarse. Antígona, solícita, lo condujo a una roca que le abrió los brazos de la comodidad con afectuosa dejadez. “¿Dónde estamos?”, interrogó Edipo. Y, sin esperar respuesta: “¿Tienen algún jefe o manda el pueblo?”. Esta pregunta, desgranada de los labios de un rey venido a menos, tiene un gusto extraño: sabe a futuro, a ensoñación, a utopía. Antígona se puso a meditar: ¿Habrá algún sitio donde “mande el pueblo”? Sin responder a su padre, se quedó paladeando los signos de interrogación de la pregunta y se puso a soñar. ¿Habrá un lugar- dijo el rey destronado- donde los dioses manden obedeciendo a unos humanos que obedezcan mandando? ¿Mandar obedeciendo? –preguntó la hija. Y Edipo: “Sí, como la nube que espolvorea designios tras de absorber la multitud de charcos que alzan vuelo”. ¿Obedecer mandando? –dijo de nuevo Antígona. Y el padre: “tal vez, para redondear la imagen, como la poesis terrena que obedece -y crea la cornucopia alimenticia- mandando a los hombres a regar la tierra con el agua bendita que les cae desde la nube. *** “¿Dónde estamos?”, habló de nuevo el rey. Antígona dijo: “en Colono, aldehuela cercana a Atenas y parte de su jurisdicción”. En ella se cultivan las mieses, los naranjos, los olivos y los misterios. A este recóndito lugar en que descansaba Edipo -más que de las millas devoradas por sus pies, de las turbulencias de un alma que, llorosa y zozobrante, era un trozo de mar a la deriva-, sólo el incienso gozaba del salvoconducto para el pórtico inflexible. “Ojalá las Euménides, en cuyo territorio nos hallamos, sean las acogedoras de manos dulces y no las deidades del terror”, dijo el rey. -“¿Cómo es eso?” –preguntó su hija. -“Te lo voy a decir de manera simple”. -“¿Simple?”. -“Con la sencillez con que deben decirse las graves situaciones”. -“Te oigo”. -“Quiera Apolo que vengan las Euménides con las manos llenas de naranjas para compartirlas. El paladar enloquece cuando el jugo de estos frutos deja a sus espaldas sus agrias mocedades. Pero también quiera el cielo que no lleguen con las naranjas transformadas en guijarros que, amnésicas de la dulzura, descalabren nuestra intromisión y llenen de moretones nuestro atrevimiento ”. Después de estos hablares padre e hija cambiaron de lugar y, dejando a las espaldas los lomeríos de lo sacro -donde el más allá jugaba con los laureles, bañábase en el arroyo y venía a sentarse a la hora de comer con los demás-, se fueron a refugiar en un sitio común y corriente en que las leyes naturales, antes vapuleadas por la indiferencia, ejercían sin remilgos el mando, llevaban el timón del devenir, y en donde el allende, que carecía de voz y voto, sólo era un amasijo de anémicos fantasmas. Un coro, proveniente de la ciudad, se puso a departir con Edipo. En la plática salió la historia de los labdácidas, la familia de Cadmo, aquella que, como árbol genealógico plantado en el infierno, sufrió la ancestral patología de los designios del hado. Temeroso de que Atenas no lo acoja, profiere Edipo, en palabras de Sófocles, “Me habéis sacado de este asilo, y ahora me expulsáis, ¡Y eso por temor solamente a mi renombre!, y no a mi persona o a mis hechos. ¿Qué hechos si aquello no fue hacer, sino padecer?... Si llegué al extremo que llegué no fue a sabiendas”. Y, más adelante, en diálogo con el corifeo: “inocente soy ante las leyes”. A diferencia de ayer, Edipo ahora no es víctima de la culpa. El destino es quien debe sentarse en el banquillo de los acusados. El rey parece tener razón. Parece. ¿Cómo puede uno ser culpable, ir a contracorriente con la mano en la cintura, castrar el deber ser, amordazar el libre arbitrio, si no es consciente de sus actos? ¿Cómo ser “parricida e incestuoso” si la ignorancia no puede ser nunca el caldo de cultivo -la pócima en que el demiurgo trabaja- de la responsabilidad? Se diría que la razón asiste al hijo de Layo y esposo de Yocasta. Se diría. Es cierto que él segó de un bastonazo al señor de la carroza, que era su padre. Es cierto también -y la simplicidad del acto, al correr de los siglos, acabó por transmutarse en famoso complejo- que él contrajo nupcias y el virus de la pasión con la reina de los tebanos, que era, sí, su madre. Pero ¿Edipo era consciente? ¿Se daba cuenta del terreno que pisaba? ¿Intuía la jugarreta maloliente del sino? El “no sé lo que hago” de la hamartia aristotélica -que lleva a Edipo a matrimoniarse con su progenitora y a Yocasta a hacerlo con su vástago es casi seguro que ocurriera al empezar su relación. Fue el nudo ciego de dos invidentes, el libidinoso enlace de dos inocencias, cada uno sintió en el otro la alteridad colonizada. Pero después, unas piedritas suspensivas después, al breve refulgir de los indicios, un velo que se desgarra, un estado de ánimo fuera de lugar, una sospecha que al pretender esconderse desnuda su nombre, Yocasta y Edipo, cada uno por su lado, atisban la parte oculta de la luna de miel y engendran un pecado que tiene en la libertad las fauces de su rugido. Al caer en cuenta Yocasta y su segundo esposo lo que se traían entre manos, sudores y deseos, se les palideció el semblante, el corazón se les encogió poco más de un centímetro y sus manos se pusieron a temblar como queriendo salir de sí mismas y sus obras. Trataron de ocultar la verdad no sólo a los ojos del mundo -al Argos maledicente de la opinión pública- sino al rígido tribunal de su propia conciencia, en donde “el que la hace la paga”, frente al cual la misericordia -sí, la misericordia que le quiebra las alas al verdugo del silicio-, habla el idioma intraducible del silencio. El esfuerzo fue inútil. Desgastante. Con el soplo adulterado del absurdo. Por algún tiempo los infelices reyes exigieron a sus lenguas realizar asombrosos malabarismos y llenaron de gotas de saliva las falacias más toscas y visibles. Si Edipo y Yocasta fueron malhechores pero inocentes, si gozaron durante años de las aguas termales del tabú del incesto, pero ignorándolo, si cruzaron por los lodazales de la inmoralidad militante, pero a ciegas, ¿por qué se autocastigaron? ¿por qué deshacer el mundo en las entrañas de los párpados? ¿Por qué arrancarse los ojos con el broche de la esposa, y hundirse en el calabozo sellado, definitivo, sin regreso, donde la oscuridad habría de ser camarada de celda para siempre? ¿Por qué la muerte ulterior de la mujer? ¿Por qué dejar la existencia dando el ruidoso portazo del suicidio? *** Edipo y su hija del alma reciben de pronto un obsequio inesperado: llega a Colono Ismene, la hermana menor de Antígona. Por un efímero instante, ese fugaz antílope del tiempo, la felicidad exige un breve papel dentro del drama, como si la perpetua pesadumbre sufriese, presa de fatiga, el corto circuito de un desmayo. El padre y la hermana arrojan fuera de sí, sólo por el tronido de dedos de un segundo, sus sollozos y lágrimas a un riachuelo que los absorbe corregidos y aumentados. Pero la dicha y la serenidad duran poco, pues Ismene refiere una experiencia que le estaba gangrenando las vísceras: la disputa feroz por el poder en su querida Tebas, de nuevo patria enferma, tambaleante, afiebrada, temblorosa, que, falta de imaginación, busca a tientas ay, su medicina: “Inmediatamente después Creonte, arguyendo que era hermano Yocasta, y que a tus hijos no les era dable ocupar el trono -ya que traían consigo la epidemia, la infracción y el escándalo que podían contaminar todo-, mi tío Creonte, se hizo provisionalmente del cetro, la potestad, la vida de todos los tebanos. Poco después, tus hijos Eteocles y Polinices iniciaron una lucha fratricida presas de un “maldito frenesí” por hacerse del cielo y administrar sus nubes, lluvias y relámpagos”. ¿Qué es el “maldito frenesí” del que habla Ismene? Es una pulsión. Un fuego con pretensiones de eternidad en el hondón del alma. Un ahínco encajado en las vísceras. Un poner los dientes y las uñas al servicio de “lo propio” o de la persecución de lo ajeno que se encuentra en otras manos, ay, por desaciertos del destino. Terremoto del hombre , es un trepidar de manos que brincan a ser garras, y tienen su fuente en el deseo de raptar la añorada pertenencia que se ubica en ajeno paraíso del que no tengo, ay, las escrituras. El “maldito frenesí” no es sólo el intento de salirle al paso al cáncer de la insignificancia con un delirio tremens de grandeza, sino dedicarse al alpinismo del poder arribando a la cumbre mayestática sin los patéticos resbalones de Sísifo. Las luchas fratricidas, el robo al menudeo, la agresión a mano armada a lo vulnerable ya de por sí, el despellejamiento anímico en la pugna por hacerse del mando, o al menos una astilla desgajada del cetro, todo responde al “maldito frenesí” que fue inoculando a los cabecillas de la ciudad cadmea. Cierto es que los sucesores de Edipo habían hecho esfuerzos -al menos en el teatro ilusionista de la apariencia- por resolver los problemas de la sucesión con el compromiso de que cada quien gobernara por turno a los tebanos: como lo hacen el día y la noche con el mundo, sin que la luna, devastadora, le meta zancadillas al sol, ni el sol queme entre sus dedos la muy extraña, tenaz, persistencia de la luna. Pero ocurrieron dos cosas anómalas que conviene sacar del recato del tintero a la indiscreción de la estrofa: en vez de que el primogénito (Polinices) iniciara la secuencia, lo hizo Eteocles en complicidad con Creonte, esa eminencia gris de las desgracias –dicen las malas o veras lenguas. Pero no sólo eso: una vez terminado el tiempo convenido para Eteocles, éste se rehusó a entregar el trono a Polinices con toda su codicia a flor de entraña. Éste, fuera de sí, exhalando pequeños tufos de fuego en su respiración, parte hacia Argos, pide ayuda al rey de la ciudad y acaba por contraer nupcias con Argia, su hija. *** Las malas noticias no gustan nunca viajar a solas. Ismene trae también un anuncio, un mensaje de alas negras, para su padre y Antígona: Creonte, el ambicioso hermano de Yocasta, el hombre que habla siempre en imperativo, está por llegar a Colono para hablar con el rey ciego. Ismene le revela a su padre las intenciones de Creonte: viene a Colono con la petición de los tebanos, de que Edipo -en el exilio por violar las reglas de tránsito que dictan las costumbres- viva cerca de la tierra cadmea, aunque sin dejarlo entrar, en las inmediaciones, ahí donde la urbe se desmorona para volverse campo. Mas sin dejarlo entrar. “Tenerlo sólo cerca”, porque los habitantes temen la ira de los dioses contra Tebas por haber desterrado al rey legítimo; porque se angustian por la mala noche que pasan las deidades descobijadas por el insomnio, porque recelan de las descomposturas del cielo. “Aunque sin dejarlo entrar”, porque su culpa, del tamaño de un escándalo innombrable, no hallaba en ninguna de las siete puertas de la ciudad una sola de las cerraduras que le pusiera el rostro amable y le diera la bienvenida. *** Mas antes del arribo de Creonte aparece Teseo, rey de Atenas, sucesor del soberano que se arrojó a las aguas, como un pelícano herido de muerte, dando su existencia y con su existencia el nombre al mar Egeo de Europa. A la sazón, las ciudades estaban en constante peligro de enfrentamiento; el más mínimo motivo, además de las peripecias de Ares enfermo de iracundias, encendía conflagraciones a diestra y siniestra. Edipo convenció a Teseo de que si le daba refugio en sus dominios, si, generoso, le permitía embalsamar su afán de viajes y exhalar el último suspiro de su pulso en tierras atenienses, ello ataría de manos a la posible beligerancia futura de los cadmeos, evitando que provocaran en lo sucesivo a Atenas que, a más de gloriosa y memorable, serviría de santuario a Edipo Rey. Teseo no puso reparos a la última voluntad de un corazón que, tras de ascender por los resbalosos escalones del ahínco, pudo llegar a la amorosa tierra promisa de la ataraxia. E hizo que Colono confiriese la mejor de las hospitalidades a este longevo rey que cubre con harapos su próxima agonía. *** Apenas el rey ciego tiene a Creonte frente a sí, le brinca a la boca la palabra embaucador, que es sinónimo de ladridos no confiables en la noche, veneno enmascarado con azúcar, surtidor de sangre en los arroyos. Creonte que, rechinando los dientes, pugnaba por hacerse del poder, venía decidido a apoyar a su sobrino Eteocles, en pleno jaloneo del trono con Polinices, intentando arrebatarle un cetro que hacía piruetas en el aire. Guiñándole el ojo al destino, hacía de la audacia mentora de sus piernas, su frente, sus impulsos, y , sin agua, se frotaba gozosamente las manos. Añadiendo oídos sordos a su ceguera, Edipo vuelve la espalda enfurecida a su cuñado. Éste lo amaga con secuestrar a Antígona e Ismene y prohibirle dar el menor paso con el apoyo “de su par de bastones”. Y no sólo, sino que, si los colonenses tratan de impedir que se lleven a las princesas, amenaza bélicamente a la patria de Teseo. Y, ante la incapacidad de los de Colono de detener el abuso, dadas su precariedad numérica y la anorexia de sus músculos, él y sus hombres retienen a las hijas en el calabozo itinerante del escándalo. ¿Pero qué puede la fuerza de unos cuantos guardaespaldas contra los hoplitas? ¿Qué, los músculos cebados por el atletismo y la perpetua imitación a las deidades, contra la simiente argiva o mirmidona -sepultada en un ayer oculto a espaldas del recuerdo- de donde brotaron los tanques del presente, que aúllan rechinidos y convierten los campos de batalla en muladares de ceniza? El hedor amargo que, al correr de estas letras, invade la atmósfera, nos dice que esas máquinas de muerte son metálicos dragones, con alas atrofiadas (sin una sola nube en los sobacos) que caminan arrastrándose con patas de viejos mastodontes y que, con el fuego de sus fauces, ya domesticado enteramente, reciben en la pila del bautismo los nombres de “devastación”, “ruinas humeantes”, “inauguración de camposantos”. Los hombres de Teseo recuperaron a las hermanas y recompusieron el corazón fracturado de su padre. *** Llegó entonces Polinices. Como Edipo lo escucha con los dientes mordiendo la palabra mudez, y sin decir “este murmullo encabronado es mío”, él se dirige primero a las mujeres y se queja de ver a su padre en tierras extrañas y cubriéndose con andrajos “cuya mugre se ha ido envejeciendo con el viejo”. Narra su versión de lo sucedido y no tiene vergüenza en exponer sus culpas y restañar el flagelo de la autocrítica. “Vengo padre, dice, anegado en el oleaje de mi lloro sobre la triste barca del arrepentimiento”. "Ay, rey y padre mío –continúa- Eteocles me ha desterrado de Tebas a pesar de mi progenitura. No me venció con razones. Ni tampoco en el campo de batalla donde tendría que haber demostrado que, en honesta esgrima , las ráfagas de su impulso ahogaran entre sus brazos a mi fuego y levantasen, derrotándome, la humareda -mi propio epitafio visto por centenares de ojos a la redonda. No, padre, no. Sobornó al pueblo, haciendo del timo el umbral de su decálogo. La demagogia, bien que lo sabes, consiste en preceder el golpe por mentirosos cestos de miel, nueces y cerezas. Eteocles me venció con esas mañas. En mi ostracismo, llegué a Argos, donde contraje nupcias con Argia, la hija de Adrasto, rey de los dorios. Y ahí seis ínclitos militares, con sus escuadrones de lanceros, provenientes de distintas partes del mundo y de diversos niveles de la audacia, soldados que habían recibido de los dioses las más diversas habilidades que se injertaron en sus músculos, brazos, visión, frente, astucia y hasta la capacidad adivinatoria, han prometido hacerme justicia y volver a mis manos nuestra dilecta ciudad, la de las siete puertas”. Edipo permaneció en silencio, un silencio en pie de lucha, tan pesado e insistente que le dio voz a las cigarras de los alrededores -embebidas en la dura faena de existir- que en un dos por tres orquestaron la escena por un momento. El rey oyó en los labios de Antígona algo que podía interpretarse como un ruego, un “ay, padre”, vocecilla que buscaba si no la puerta central, sí el pasadizo oculto para acceder al corazón de Edipo. Eran palabras que, pretendiendo interceder en favor de Polinices, al dar con el puerco espín de la reticencia del ofendido rey, se deshacían del lastre del significado volviéndose, ay, sólo suspiros. Pero Edipo era inflexible: en su ambular sinuoso por las rutas escarpadas de la extranjería, se le cayó, quién sabe dónde, el vocablo indulgencia. Y cómo olvidar en estos afanes por las diversas comarcas de la desventura, que Polinices colaboró con Eteocles y Creonte, con la indiferencia, con la ambición, con el egoísmo y con la crueldad a todo volumen de los hados, al exilio del rey invidente, andrajoso y trastabillante. Edipo, en su situación actual, y a pesar de que su hijo mayor, luchando cuerpo a cuerpo con la culpa, le prometió que, si le prestaba ayuda, lo instalaría de nuevo en su castillo, nada quiso saber de esos decires, su futuro ya no estaba en su pasado. Dijo entonces: “Jamás rendirás tú aquella ciudad, antes caerás bañado en sangre, y tu hermano como tú. Estas son las imprecaciones que contra los dos lancé en otro tiempo y ahora las conjuro a que vengan como aliadas mías”. Edipo desenterraba las viejas maldiciones de Hera, y las del oráculo, y las suyas propias, contra su estirpe. Parecía decir: “El destino es el destino y yo soy su profeta”. Delirante, el rey no sólo paladeaba lo amargo de las maldiciones que profería al viento (tras de vivir la doble ingratitud en cuyas venas corría su misma sangre), sino también saboreaba en su saliva esquirlas de frases, insinuaciones y finalmente designios del fatum atados con nudos ciegos a lo ineludible como los oídos a los que se les escurre la propia cerilla, derritiéndose al calor del cántico de las sirenas. *** Antígona era militante de tiempo completo del odio por el belicismo. Aborrecía la marcha militar del galope de las caballerías y el feroz contrapunto de los metales, las ballestas que escupen bandadas de aves de rapiña, los puñales muertos de sed y los escudos que amurallan los puntos vulnerables del arrojo, los arietes y su inquina habitual contra las puertas, las tinajas de aceite hirviendo a punto de quemar los peldaños al acoso enemigo y la sangre, la sangre, la sangre. Todo esto le producía náuseas, le llevaba a tomar el sudario de los muertos, a subirlo en un asta bandera y blandir, iracunda, el estandarte de la paz. No quería por eso que Polinices fuera a la batalla, a poner en riesgo sus respiraciones. Pero él era de voluntad rebelde: su escuadrón de neuronas estaba al servicio de Ares, el irascible. Antígona, sumida en la angustia, se despidió de su amado Polinices con la pájara triste de su mano en el aire. Como la sublimación es el orgasmo espiritual de las emociones, Antígona amaba a su padre y a su hermano sin las turbulencias angustiosas del sexo. No sabía cómo vivir separada de ambos, cómo continuar desgranando el oxígeno en el reloj de arena de su pulso sin ellos. No sabía. Sobrevino entonces lo inexplicable. Se presentó cuando tuvo lugar la fuga evanescente del que encarnara sin saberlo (o, como jugando a las escondidas consigo mismo, a la luz crepuscular de la sospecha), la infracción más lujuriosa de las órdenes del cielo. Las tempestades sirven a veces de mensajeras a los designios numinosos. El relámpago va “preñado de calamidades” y la llovizna, generada por un simple cuentagotas, es el aviso de un diluvio de desventuras. Zeus tonante, que lleva a las espaldas su carcaj de rayos, arroja uno de ellos a Colono no sólo para corregir malhechuras del universo mundo, sino para castigar conductas sin nombre o llevar al cadalso de su último suspiro enemigos personales. La tempestad que estalló anunciaba el divorcio de Edipo con el tiempo, el fin de los minutos que se hendían en sus pulmones como feroces microbios. “Todo cabe sospechar -dice Teseo- cuando tan tormentosos andan los dioses”. ¿Qué pasó con Edipo? ¿Por qué el mensajero que habla con un coreuta en Colono divaga: “algún emisario de los dioses se lo llevó, o la tierra, entreabriéndose, le abrazó dulcemente en sus senos abismales”? Misterio. Transfiguración. Crisopeya del arcano. Enigma que se cae y que se cae hacia el abismo. Mamotreto de hojas negras. Mónada que esconde a lo enigmático y cierra las ventanas. ¿Lo hizo morir un exceso de mirares oscuros o de un derrame cerebral en el corazón? ¿Delincuentes enterraron por la espalda el final de sus horas? ¿Se suicidó al escuchar el canto de sirenas nacido de su sepulcro? ¿Transitó a la mansión Estigia sin perder célula alguna? Nada se sabe. Las preguntas sin respuesta no hacen sino dar a luz su propia orfandad. Las hijas de Edipo lloran al unísono la ausencia de su padre. Sienten que, con el infortunio como albacea, la maldición, oh dioses, ha sido hereditaria, que el sufrimiento y su retahíla biológica de llagas está lejos de tener clemencia con la progenie de Cadmo y Ermione. Lloran y no encuentran palabras para decir su angustia. Jalándoles la rienda, los vocablos retenidos se aprietan impotentes y forman nudos en la garganta. Pero hay decires que, traicionando su intimidad, brincan a la intemperie, y Antígona, aludiendo a su guía, su hermano, su padre, logra gemir: “Qué dulce me eras, aun lleno de amargura”. Las hijas lloran al unísono la ausencia de Edipo, el padre y hermano que les dio la vida, el mundo, las estrellas, las flores que agonizan en lucha a muerte por no marchitarse; el padre y hermano que les dio esa geometría familiar que funde y que confunde lo vertical y lo horizontal en el poliedro escandaloso formado por la pareja mal avenida del fatum y la acción. Cuando Antígona repara en la desaparición de su padre, sin tumba, sin honores funerarios, sintió el horror circulando por sus venas y el llanto de los penates en sus manos. Entonces le pidió a Ismene, sin obtener respuesta, que la llevara por los vericuetos donde Edipo entró con paso seguro a la comarca en que domina con su finísimo polvo lo invisible, y que allí, por el amor de Zeus, la matase, le diera las señas de su corazón a un hambriento puñal con la muerte a flor de labio, o, los dedos en su garganta, espigasen su postrer suspiro. |
"el nudoso roble de un báculo filial"
Edipo y Antígona. Óleo de Antoni Brodowski (1828) "una roca que le abrió los brazos de la comodidad"
"y se puso a soñar"
Antígona, de Frederic Leighton "y sus manos se pusieron a temblar como queriendo salir de sí mismas"
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