Tiresias de nuevo
Llevado por su lazarillo,
Tiresias se presenta a Creonte. Ya no es aquel Tiresias, a quien mandó llamar Edipo, portador de las aleluyas de la juventud, que, con brío y entusiasmo sin reposo, jugaba con el misterio y recogía, con sus redes de augur, los temblorosos peces del porvenir. Cierto es que los ojos de los humanos padecen del ensimismamiento de la miopía. Cierto que hay miradas, sí, que dan saltos olímpicos, usan botas de siete leguas y hasta se viven, en su megalomanía, verdaderas descargas del telescopio a los luceros. Verdad es. Pero todas, lo que se dice todas, pierden las alas a la mitad del vuelo, dan de frente con los muros de la apariencia y, grávidas, imantan su derrumbe cayendo convertidas en basura legañosa. En cambio los ojos del augur, pese a la edad y los temblores de su arte, arañan el fenómeno hasta dar con la esencia o escrutan el gerundio hasta sacarle trozos de lo venidero. Ahora había escuchado un alboroto de aves de presa que, en el campo de batalla de las nubes, con sus picos y sus uñas destruíanse entre sí. Esto lo desconcertó, al ya no tener amor a primera vista con el significado oculto de las cosas. Le hizo pensar que una epidemia de mal agüero asolaba la tierra de Lábdaco. Para intentar ponerle un “hasta aquí” al nefando augurio, trató de ofrecer sacrificios en el ara. Mas el fuego era impotente para inflamar las ofrendas que parecían haber encarnado el material de asbesto con que las salamandras se fabrican. Eran, válgame dios, como cocodrilos desdentados, tímidos machetes, iracundias de pronto contagiadas por quien sabe qué anemia perniciosa. Los augurios corrían al fracaso con un sacrificio “obstinado en callar”. “Esto se debe, dice Tiresias al rey, a tu decisión contra natura, al soplo autoritario de las sílabas que forman tu dicterio, ya que nuestros altares están atestados de piltrafas del cadáver de Polinices -traídas por las aves de presa y los canes muertos de hambre”. Tiresias, meditando en el sentido de tamaños presagios, llegó a la conclusión de que ello vaticinaba que habría de morir el hijo de Creonte. Y, sin tapujos en la boca, la lengua y la saliva, así lo dijo al Basileus, el cual quedó tan aturdido que vínose hacia el suelo lentamente -como un árbol que sufriera tempestad en las raíces-, se le nublaron los ojos y privó, por un instante, de existencia al universo mundo. |
"verdaderas descargas del telescopio a los luceros"
"con sus picos y sus uñas destruíanse entre sí"
"el material de asbesto con que las salamandras se fabrican"
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