Hemón
Como un aire envenenado
por el buitre que, en pleno transcurso de descomposición, rinde su último vuelo, la mala noticia tenía que llegar a oídos del hijo menor de Creonte, tarde o temprano. El joven amaba a Antígona desde niño, desde que la oyó decir sus padeceres con la sabiduría de un marinero que, en medio del tumulto sin riendas de la tempestad, sube el velamen de su bajel e intercambia vocablos amorosos con la brújula; desde que la doncella, se entregaba al baile, al canto, al morirse de risa uniendo las tres gracias en su cuerpo. Desde que, en oposición al aburrido plano de su tórax, empezaron a insinuarse dos montículos, de lechosa textura, que buscaban, pudorosos, la atención de las bocas. Un día, púberos los dos, pero con un ligero barniz de picardía en zonas descubiertas o veladas de su piel, decidieron bañarse en el Ismeno, dejando sus pudores de lana, doblados, a la orilla. Al chapotear, sus sonrisas semejaban responder al sentido del humor de un agua juguetona y sensible a las cosquillas. Pusiéronse a oír los dúos para pendiente y río de la catarata, y, con guantes de espuma, descubrieron que la más bella faena de la mano es la caricia, y después de compartir mendrugos de jabón para limpiar todas sus partes recónditas y nobles , se abrazaron, y hubieran ido a más si no es que Eurídice, la madre del mozalbete, pasó, distraída, por aquellos parajes -sin ver abrazándose a los novios empapados de agua y de deseo-, lo cual obligó a que los jóvenes se ocultaran a los ojos moralistas de los usos y costumbres y volvieran a la ciudad sin dejaran de ser el mozo y la doncella que continuarían siendo, cogidos de manos con la palabra siempre. |
"al morirse de risa"
"dejando sus pudores de lana, doblados, a la orilla"
Pintura al óleo de Edward John Poynter "los dúos para pendiente y río de la catarata"
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