Coda
Eurídice y Creonte
sienten deshilachárseles el corazón en sus adentros. La reina corre, corre tras las benditas fauces, puntiagudas, de un puñal hambriento de granadas, que hunde en su vientre ahí donde su hijo recibió su primera dádiva de instantes. Él es presa de una culpa que, famélico buitre de rapiña, se le clava en la frente y, de un golpe, le hace polvo -un polvo ya vecino de la nada- su granítica soberbia. Pasando del lamento al clamor y del clamor al lamento, llora: “ Hijo mío! Tierno hijo, con temprana muerte, ¡ Ay de mí!, ay de mí! has muerto, has perecido, y por mi insensatez, no por la tuya”. El tirano, ante la muerte de su esposa y de su hijo, no da con las palabras para decir su pena y el nudo en la garganta le produce la náusea de un silencio que querría y querría mas no puede irrumpir en un vómito de letras. Mira su espada, se siente tentado a arrojarse al abismo, centellante y oscuro, de su punta, pero el temor, la ley y la moral incrustados en sus huesos, junto al barullo de sus ansias de vivir que brota de su anatomía, hacen añicos su decisión. Al trote de unas cuantas horas el rey cae en cuenta de que ha perdido a su familia, a los pilares de su identidad y, para colmo, que su mujer y su segundo vástago lo habían hecho en la forma delictuosa del suicidio, usurpándole tareas a los Hades. De repente piensa -y el pecho se le llena de fémures y tibias y trozos de carnuza- que ninguno, no, ninguno merecía ser sepultado con honras fúnebres venerables, ciudadanas, y que la intemperie, famélica, salvaje, carroñera, debía dar cuenta de sus restos, como, válgame Dios, los de Polinices. Al galope de unos cuantos minutos, su familia, deshaciéndose, va de lo sólido de las presencias amorosas (contar con los suyos, su hogar, sus penates), a una líquida sangre sin bridas que inunda los alrededores sin el menor empeño en coagular residuos de existencia, y tras ello, y a la carrera de unos cuantos segundos, se transmuta en lo gaseoso de una huidiza humareda de fantasmas. A la carrera, ay, de unos cuantos segundos. Pierde su altivez, su mundo se colapsa pecho adentro, su ímpetu de mandar se viene a pique. Siente mareos y lo embarga el impulso de devolver el erizo del “maldito frenesí” que, rasgando sus entrañas, deja ver, encajados, jirones de lo propio en las espinas. El afán de dominio se le despelleja de las palmas de las manos. A la fuga de unos cuanto momentos no sólo pierde su linaje, su mundo, su ansia de poder, sino la cabeza: el tiempo se le descarrila a media frente. Su valor, con la tierra, se le torna movedizo. El juicio se le esconde detrás de una imbécil risotada y el delirio perfila los nuevos personajes del drama que comienza a desplegarse en su cerebro. Sin avisar, el corto circuito del de repente funde la instalación eléctrica de su cráneo, y hace que, en agónico chisporroteo, su lucidez -convulsa y finalmente paralizadase hunda para siempre en el pozo de la eterna negrura. Y su libre albedrío se le desmorona entre las manos. |
"un puñal hambriento de granadas"
"le hace polvo -un polvo ya vecino de la nada- su granítica soberbia"
"Al galope de unos cuantos minutos"
"una huidiza humareda de fantasmas"
"detrás de una imbécil risotada"
"Y su libre albedrío se le desmorona entre las manos"
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